SOCIEDAD
Pan, placer y libertad
Cinco organizaciones piqueteras que marcharon el último 26 de septiembre reclamando el derecho a decidir sobre sus propios cuerpos terminaron ese día reclamando frente al Ministerio de Salud la entrega de preservativos. Recibieron 10 mil y volvieron por más. “Si no hay forros no se puede disfrutar. Y nosotras estamos orgullosas de disfrutar, un gobierno de los trabajadores tiene que traer felicidad para todos y todas.”
Por Florencia Gemetro
Yo lo hago seis días por semana. Dos días, dos veces”, se pavonea Mariana. Eva mantiene un promedio de dos por mes: “Pero a mí no me preguntes. Soy más grande. Preguntales a las jóvenes”. Dicen que con uno o dos por mes no alcanza. Que necesitan pan y leche, pero también dos o tres cajitas de condones por semana. Ni qué hablar de un consumo familiar, cuando se tienen hijos adolescentes. Con ciento cincuenta pesos por mes de un Plan Jefas y Jefes... no pueden cubrir ni diez preservativos, ni cinco, ni uno, ni ninguno. “Si no hay guita para forros, no hay guita para disfrutar. Y nosotras estamos orgullosas de disfrutar. Si queremos un gobierno de los trabajadores es porque queremos la felicidad para todos nosotros y nosotras.” Lo dicen bajo el calor del zinc encendido en un comedor de Villa Tessei. Ellas son algunas de las trabajadoras que entre septiembre y octubre presentaron dos petitorios ante el Ministerio de Salud. La demanda no fue por comida ni por planes de trabajo: fue por 240 mil preservativos a ser distribuidos de manera autónoma por las organizaciones –Polo Obrero, MIJD, MTR, CUBA y MTD–, por acceso real a salud y educación sexual y reproductiva, atención a la violencia doméstica y, sobre todo, por la libertad de las mujeres a disponer de su propio cuerpo. Un ensayo de la incipiente combinación, como diría la consigna, de la “revolución en la plaza, en la cama y la casa”.
Ellas recién conocen las estadísticas aunque hayan llevado los números en sus cuerpos. Un aborto en el barrio puede salir lo mismo que un Plan Trabajar o algún trueque de mínima subsistencia. Depende de la calidad en la atención. No es lo mismo con anestesia o sin anestesia, con una hotelería mínima –la pieza de la mujer que atiende– o la asepsia con que se haga; las posibilidades se acotan como el dinero. Mariana (ninguna de las entrevistadas quiso dar su apellido) y su prima no tuvieron que empeñar los juegos de niñas, sus bicicletas, y el ventilador de la casa familiar para poder pagar un aborto. Las quinceañeras se saludaron por última vez en la casa de la señora que lo iba a realizar. Cuando Mariana volvió, su prima estaba muerta. No volvió a confiar en “las señoras”. Las próximas dos veces se las arregló sola. Se metió las pastillas amarillas bien adentro, “esas que se consiguen en la Capital”, se recostó con los pies levantados, esperó cuatro horas hasta que sintió los primeros dolores. Se recuperó de la infección en un hospital público.
La experiencia en soledad no es buena consejera. Tampoco la soledad que se cierne sobre ellas, las aísla, las gobierna en un reducido mundo privado: la familia. Lo confirman desde que se encontraron. Ya no están más solas. Ahora son cuatro decenas de mujeres que se agolpan en el interior de una larga casilla, en el comedor Pan y Trabajo del asentamiento Dos de Abril. Hablan al mismo tiempo, se quitan la palabra, se completan, mueren de risa. Las carcajadas exorcizan la vergüenza, liberan los prejuicios, conjuran el silencio. Ellas desean planificar, saber cuándo tener hijos, cuándo no, dice Eva, una morocha de profundos rasgos indígenas. “Para eso es necesario una política integral e independiente del Estado, con las compañeras y los compañeros, porque no solamente necesitamos comer, también necesitamos del anticonceptivo para no tener que abortar, del aborto legal para que no muramos como la cantidad de nosotras que se están muriendo en los barrios. Queremos salud, educación, una casa adonde ir cuando nos golpean.” La necesidad se hizo evidente el último 26 de septiembre, durante la marcha por la despenalización del aborto. Ese día entregaron el primer petitorio en reclamo por los diez mil preservativos que finalmente consiguieron. Fue poquitito, aclaran, simbólico. Tal vez una muestra de la creciente preocupación de algunos sectores de la izquierda que comienzan a comprometerse con la urgencia a la que se dedicó durante años la histórica lucha feminista. ¿Reconocimiento del carácter femenino de resistencia y lucha de mujeres siempre presentes? ¿Resultado de la simbólica unión entre piquete y cacerola, de la irrupción del mundo privado –de la casa– al mundo público –de la calle–? ¿Fruto del extenso cuestionamiento a las formas de representación política vividas durante las jornadas del 19 y 20 de diciembre? Se verá con el tiempo.
Lo cierto es que el valor de la organización femenina se planteó un mes antes de la marcha, en una asamblea nacional de trabajadoras –nucleadas en las cinco agrupaciones mencionadas–, durante los días previos al Encuentro Nacional de Mujeres de Rosario. La Comisión de Mujeres logró imponer sus demandas como parte del programa político nacional que fue llevado primero a Rosario, más tarde a la marcha, y después al Ministerio de Salud. La masiva presencia de las piqueteras en Rosario tendió puentes con los diversos reclamos, dejó la huella de una experiencia conjunta de la que las trabajadoras se van apropiando poco a poco. “Al principio nos acercábamos por el alimento. Y pensamos que también podíamos pelear por nosotras. Somos nosotras las que arrancamos a los hombres de las casas para que nos sigan en la lucha.”
Trompitas
La mayoría de las chicas no ha tenido participación política previa. Fueron madurando su poder con el tiempo. No es que no lo tuvieran. Lo llevaban oculto, apagado, callado, avergonzado. Sólo atento a la urgencia, como cuando tomaron las tierras de su barrio. Y resulta que el placer, como anunciaran antes, también es una necesidad, también dignifica, se tenga o no se tenga preservativos. Mariana repasa la variada serie de métodos anticonceptivos. Está el de eyacular afuera –que depende de ellos–, el de las pastillas –si se soporta la espera y las dilaciones para conseguir la receta en una salita u hospital público–, el de las fechas, el de los lavajes –con o sin vinagre–, el del diafragma, el del vaso de agua –ingerir abundante líquido antes de tener relaciones para orinar después–. “Ojo que los únicos efectivos son los forros y las pastillas, pero las pastillas no te protegen del sida. Cada vez que usé alguno de los otros me quedé embarazada.” La joven mujer sorprende con una insólita clase de antropología erótica. Tiene tan claros los métodos para evitar el embarazo –y la transmisión de ETS– como los mecanismos para lograr que su compañero se ponga un profiláctico. Tarea para nada sencilla, si atendemos a la constante negativa de los hombres que ven cuestionada su masculinidad. Sobre todo si observamos las cifras que ubican la vía sexual como el principal medio de transmisión del vih-sida, siendo las mujeres el grupo más vulnerable en las estadísticas. “Para que use forro lo tenés que calentar.” ¿Cómo?
–Hay varios juegos. Le hago el meneadito, a veces uso el portaligas debajo de la minifalda, otras le pregunto: “El forro, ¿lo querés mojadito?” O, ¿viste los trompitas de la Feria de las Pulgas? Esos calzoncillos donde el chabón porta el arma. A medida que se va calentando se le va parando. Me encanta. Así de simple, como deberían ser las campañas, nada de formalismos al pedo. Si no, se lo ponés con la lengua.
Su desenfado es reciente. “Del siete de octubre de 2000, cuando tuve mi primer orgasmo con el Corcho”, su segunda pareja, actual novio de “cama afuera”. Estuvieron charlando casi toda la noche, él le dijo que la esperaría, que sería con calma, ella que era una chica muy formal, que tenía una cesárea, pero “bueno, que sea lo que Dios quiera, tampoco monja o reprimida toda la vida”. Otra vez las risas. El resto tiene una historia similar.
–Decime una cosa –interrumpe Silvia, la blonda mujer sentada junto a Mariana, increpando a la cronista–, ¿vos tenés pareja? Tanto que preguntás, a ver si terminás siendo...
–A mí no me ofende –ahora interviene Mariana– porque tengo amigas lesbianas. Tenés que ver cómo tienen su relación.
–Yo tengo una hermanastra lesbiana –continúa Silvia–, pero todavía no sabe definirse, hay un tiempo que se va con los muchachos.
Más allá de la sexualidad de la cronista, la cuestión es que las chicas van desarmando los prejuicios por partes. “Y, uno tiene resistencias. No me puedo desprender así no más, está mal, lo sé, pero como grupo decidimos defender a todas las minorías excluidas. En la asamblea nacional de trabajadores escuchaba a los muchachos que son travestis y les pasa lo mismo que a nosotros cuando queremos organizar un piquete. ¿Cuánto prejuicio hay acá con los bolivianos? Y ahora estamos todas orgullosas del pueblo boliviano que sale a luchar, voltea un gobierno, abre camino. Entonces la lucha la tenemos que llevar todos los que somos oprimidos, los travestis, las lesbianas, los homosexuales, los judíos. Todos.”
La paliza
Eva es hija de un minero boliviano que persiguió con un machete a su madre y hermanos durante dos años. Tiempo en el que evitaron al hombre durmiendo sobre las copas de los frondosos árboles salteños que su padre solía merodear, arma en mano, en sus noches de alcohol, hasta que su madre resolvió separarse. Desde entonces, Eva juró no permitirse ser golpeada. Ni “sierva”, como la madre, a pesar de que lo creyera el único oficio que pudiera aprender. Una sola vez prestó sus servicios en una casa de familia. Era una niña de apenas diez años. El hijo del dueño, tres o cuatro años mayor que ella, se coló por entre sus piernas cuando intentaba alcanzar el polvo por encima de los muebles, “le di tal aporreada”. Ese día decidió nunca jamás repetir la historia de su madre. Los límites puestos a tiempo no se olvidan. Esa paliza se replicó en su barrio hace meses atrás. Esta vez acompañada por las vecinas y vecinos. La furia descargó su justicia sobre el marido golpeador de una compañera que sobrevivió a dos roturas de cráneos. El hombre, sano y salvo, aunque con el orgullo herido, no volvió más.
No sucedió lo mismo con Mariana. Ella no recibió la ayuda del vecindario o de alguna institución pública a pesar de haberla solicitado. Mariana no lo dudó. Se encargó de administrar la justicia sola. Su marido la golpeó sin cesar durante todo el matrimonio. Le provocó la pérdida de un embarazo, “usó mi cabeza como un trapo de piso, venía loco de la calle, tomado, y te hacía cagar”. Uno de esos días lo esperó con un cuchillo de cocina, lo arrinconó contra una de las paredes de la casa –“le dije basta”–, le marcó una cruz en el cuerpo, a la altura del cuello, y lo dejó. Se llevó a sus tres hijos. A ellos les explicó que no era vida al lado de su padre, a las gemelas, que nunca, pero nunca se dejen golpear, “ningún tipo puede limpiarse las manos con ustedes. El cuerpo es de ustedes. Y ustedes sabrán lo que les conviene el día de mañana. Pero nunca permitan que un tipo les levante la mano. Es más, si ustedes pueden levantársela mejor”.