SOCIEDAD
Como si se acostaran sobre eso que la fantasía sugiere que puede ser una nube, niños y niñas disfrutan de la lectura sobre los almohadones que tapizan el suelo de la biblioteca infantil más grande del país, la misma cuyo predio, cedido hasta 2029 por el Gobierno de la Ciudad, estuvo a punto de ser vendido por considerarlo inútil para la gestión. Con el apoyo de quienes llevan allí a sus hijos e hijas, de quienes fueron niños y gozaron con los libros, esta vez, La Nube se salvó.
› Por Luciana Peker
“¿A quién se le ocurre vender la nube?”, dice la niña de siete años y empieza a rastrear su historia. Ella es la que suele mirar para el cielo e imaginar formas que le parecen tan claras que interpela a quien no las pueda ver. Pero también se ofusca con quien pueda pensar en vender la nube que se asienta sobre terrenos del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y que ella conoce como parte del piso de colores, formas, ideas y sueños con los que supo crecer.
La niña se acuerda, mientras resopla, del día que pintó mandalas en el piso y después murales en las paredes. El patio es enorme: no sólo podía pintar y pintar era ensuciarse, o mejor dicho pintar sin limitaciones, sino correr buscando más lugar donde seguir pintando. Los mandalas se volvían circulares con la música de Mariana Cincunegui, y su voz dulce se volvía libertad.
Los libros estaban detrás del patio o al principio de la puerta. O sea al entrar, como un buen auspicio. Pero se erigen como una invitación, menos solemne que las bibliotecas convencionales, con más grises que colores o con más polvo que pólvora para conquistar lectores. La niña pintó, corrió, se ensució, jugó y, después, se sentó a leer con su amigo Mateo.
No fue una obligación del deber ser. Nada que ver con la corrección política. Con quedarse sentadita para no molestar. Con ser un orgullo para sus padres y mostrar que sí leía en esta época en que los chicos tienen las huellas digitales cansadas de tanto palpar el celular o la computadora que les regalan en el colegio. La niña no sabe todo eso. Sabe que pidió los libros porque le gustan y que hizo una montañita con su amigo de dibujos y letras que empezó a adivinar antes de poder leer.
Sabe que el edificio tiene colores. No sabe que los pintó la artista y diseñadora europea Agatha Ruiz de la Prada en octubre del 2009, que se pasan del rojo al bordó en un degradé que sorprende y convoca. Es como un corazón, una flor abierta, un vestido nuevo que invita a probárselo para una fiesta.
Por eso, cada vez que pasa por la vidriera, espía. La niña mira. En la tienda están los nuevos cuentos. Las princesas que no duermen, por ejemplo, y ella grita que lo tiene porque se lo regaló su amiga Malena para su cumpleaños. Le gusta que el libro tenga tapa dura y, especialmente, esos dibujos finos con puntillosidad en los vestidos y los zapatitos de baile gastados de tanto festín. Ellas salen a bailar cada noche aunque su padre no quiera. Y la niña las acompaña en su sueño hasta que las pestañas largas se le caen entre las hojas que también danzan hasta que llega el sueño.
También están los clásicos. Allí fue corriendo de urgencia cuando a su hermano le pidieron Pinocho y en la biblioteca de la casa estaba lleno de nuevos cuentos pero faltaba la nariz larga del cuento de siempre. En La Nube, en cambio, había Pinochos para elegir. Y, por supuesto, esos cuentos nacionales que no suelen encontrarse en otras librerías más comerciales, como los de animales autóctonos, o las divertidas propuestas de ciencias o los que son para más chiquitos y se pueden tocar además de ver.
También hay juguetes artesanales. Pero además de todo lo que se puede llevar hay mucho para quedarse a ver.
Está la biblioteca
La niña recuerda cuando fue a ver teatro y subió por las escaleras del patio. Cuando se tiró de un tobogán haciendo cola y sintiendo el vértigo en el envión rematado por sonrisas. También hubo una vez que no jugó con juegos sino que se los inventó. Desordenó un poco, es cierto. Esa fue la vez que hizo un trencito con las sillas para jugar con su amigo Mateo, y todavía estaba en el jardín. Fue un viaje que no se olvida.
Con él también fue creciendo. Y pasó del jardín a la primaria. Por eso, después, ya más grande, hizo la visita escolar con su maestra Antonia y pudo conocer todavía más. “¿Dónde va a ir la nube si le sacan su piso?”, pregunta la niña. Repasa su vida por cada visita. Igual que con los libros, no es un repaso forzado sino una asociación espontánea de la niña. Su propia memoria. Su propia defensa de un espacio que siente un territorio propio. La vida comienza allí donde los libros permiten esa vida paralela que algunos llaman imaginación y admite, por ejemplo, darles forma a las nubes.
Es un patrimonio cultural, es cierto, es el piso de derechos no de una sino de tantas niñas y niños. Que tienen derecho a crecer con y hasta las nubes.
“Nos llegaron noticias de que el predio de La Nube, Jorge Newbery 3537, figuraba en un listado de un proyecto de ley en que se los nombraba como inmuebles innecesarios para la gestión del gobierno. El edificio de La Nube tiene un primer convenio de comodato que es de 2003, después, en 2009, se cede por veinte años. Se supone que hasta el 2029 tenemos derecho a hacer uso del espacio. El valor del predio es importante por la zona. Pero nadie nos dijo nada, nos enteramos por una noticia que salió en Ambito Financiero, que decía que consideraba este predio como inútil para la gestión. Esa fue la primera alerta, después nos avisaron de que el decreto de Macri estaba en la Comisión de Presupuesto. Por eso fue la idea de compartir lo que estaba pasando, cuenta Ana Medina, vicepresidenta de la asociación La Nube e hija de su fundador, Pablo Medina.
“Armamos un petitorio en change.org que sumó veinte mil firmas de apoyo en cuatro días. Impresionante. Estoy muy conmovida, porque en el trajín del día a día perdés la dimensión. Te escriben chicas de veinte años que venían de niñas, escritoras, gente de la cultura, de educación; es maravilloso por un lado, pero queda claro: la movida sirvió para movilizar. Ahora dice Hernán Lombardi que no se va a tocar La Nube. Pero necesitamos algo más consistente, que haya un diálogo de verdad; nuestra apuesta es seguir haciendo movidas culturales. Desde la Dirección del Libro y Promoción de la Lectura no se ha logrado hacer nada. Nunca pudimos generar ninguna acción mancomunada, aunque se supone que son el alma mater el libro y la lectura, y ésa es justamente el alma mater de nuestro el proyecto.”
Finalmente, el proyecto de ley firmado por Macri, su jefe de Gabinete, Horacio Rodríguez Larreta, y por Francisco Cabrera, ministro de Desarrollo Económico, llegó a la Legislatura pero sin la inclusión del predio de La Nube entre los predios “inútiles para la gestión”. Este mismo octubre, la asociación civil firmó un convenio con la Universidad de San Martín para catalogar el material. Son 70.000 libros, “el 90 por ciento está en la cabeza de mi padre. Además de ser una locura, hay libros de los primeros infantiles que se produjeron en Argentina, y de ahí para adelante hay toda una historia de toda esa producción cultural que tiene una riqueza impresionante en cuanto a literatura infantil, cuna de mayores referentes como María Elena Walsh, Javier Villafañe e infinidad de autores. La Nube, además, es escenario de obras de teatro, espectáculos, talleres de escritura, de radio y de cine para niños; hay un club del libro en el que los chicos tienen acceso directo y se pueden llevar ejemplares en préstamo; después hay material que es de consulta. “Es la biblioteca y el centro de documentación más grande de Argentina en temas de infancia. Fue una loca idea de mi viejo, Pablo Medina, en 1975, que hoy podemos decir que se concretó”, concluye, orgullosa, Ana Medina.
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