RESCATES
Joan Fontaine
1917-2013
› Por Marisa Avigliano
Las hermanas actrices no se querían. No se quisieron cuando fueron chicas, tampoco cerca de los decorados que Hollywood les inventó y mucho menos en la alfombra roja de los Oscar. Olivia de Havilland y Joan Fontaine, las únicas hermanas de la industria cinematográfica ganadoras ambas de la estatuilla dorada, dejaron de hablarse cuando una no invitó a la otra al entierro de la madre, o cuando una no fue porque le dijo a la otra que estaba muy ocupada. Las razones varían según quién cuente la versión del desplante. La combinación de deslealtades será la clave para averiguar el secreto. Joan acaba de morir a los 96 años, Olivia tiene un año más y vive en París. Las dos nacieron en Tokio, las dos son fina estampa del cine de los años cuarenta y las dos protagonizaron emblemas de celuloide. Cómo no recordar a Melanie Hamilton (Olivia) en Lo que el viento se llevó, o a Lina McLaidlaw Aysgarth (Joan) en La sospecha, de Alfred Hitchcock.
Las horas de escuela y las clases de declamación compartidas quedaron en el olvido cuando llegaron los primeros contratos. Para que el mundo la conociera Joan tuvo que usar el apellido de su padrastro, porque el De Havilland de nacimiento (Joan de Beauvoir de Havilland) ya era propiedad exclusiva de Olivia, famosa antes que ella y partenaire bella de Errol Flynn en el Capitán Blood y Robin Hood.
Fontaine estaba dispuesta a recuperar cucardas perdidas mientras la vida le daba papeles secundarios. Como un detalle recordemos su aparición en Mujeres (1939), la película que protagonizaban Norma Shearer, Joan Crawford y Rosalind Russel y en la que no actuaba ningún hombre (se hizo una remake olvidable en 2008). Pero el tiempo le colgó aquellas cucardas todas juntas una noche de 1941, cuando subió a recibir el Oscar por su Lina de La sospecha, mientras su hermana (también nominada) se quedaba inmóvil en la silla.
Algunos romances también fueron disputas con Olivia. Se casó cuatro veces (con un actor, un productor de cine, un guionista y periodista) y cuatro veces se divorció. En 1978 escribió su autobiografía (No Bed of Roses), donde habla mal de su hermana, por supuesto, y donde cuenta que el recuerdo de sus años débiles (anemia infantil) fueron fundamentales para componer sus mejores roles.
La rubia de romanticismo nervioso, la protagonista amenazada, descubrió las mieles del éxito mientras el viento movía apenas su cárdigan frente a Laurence Olivier en la primera escena que compartieron en Rebecca (1940). Joan había llegado a donde quería llegar; el rol de esa mujer destruida por temores e inseguridades le regalaba la fortaleza que le exigía ser cara de pantalla. Fue Jane Eyre cuando Orson Welles fue Edward Rochester, recibió nuevas nominaciones –filmó más de cuarenta películas– y muchos elogios para su Lisa Berndle en Carta de una desconocida (Max Ophuls, 1948), dos carteles en Broadway y poses de alta costura, pero sin embargo algo faltaba –¿el glamour de la ausencia?– o sobraba –¿mala distribución del fastidio?– en Joan, su fuego no siempre quemaba y su cara británica perdía a veces identidad. Después de verla y volverla a ver no parece difícil repetir la diatriba de Cabrera Infante, que quizá también repite Olivia: “Glamour tiene Ava Gardner a pesar de que nació en una choza, lo tiene Elizabeth Taylor que es una mujer vulgar. Lo tiene Vivien Leigh, pero no lo tiene Joan Fontaine”.
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