VIOLENCIAS
El femicidio como máxima expresión de la violencia imprime una doble encerrona sobre las hijas e hijos de las víctimas, convertidos en rehenes de progenitores criminales que reclaman la tenencia de esas criaturas para hacer méritos ante una Justicia que resulta afín. Pero también para perpetuar el poder que ejercían sobre las mujeres que aniquilaron, trasladando el sometimiento hacia niñas y niños, y reproduciendo la violencia en las familias victimizadas, que intentan reconstruirse después del horror.
› Por Roxana Sandá y María Sol Wasylyk Fedyszak
En los últimos cinco años ocurrieron al menos 1432 femicidios. El 64 por ciento fue cometido por parejas o ex parejas, y en el 14 por ciento de los casos las mujeres habían denunciado a sus agresores. Podría pensarse que en el relato no resta espacio para una tragedia mayor, pero entre los pliegues se desangran otras capas del horror: unas 1520 criaturas quedaron huérfanas, sin su madre, en el mismo período, y en cientos de casos a merced de la guarda o custodia de su progenitor, es decir el femicida, o de la familia de éste. Se trata de niñas y niños que aun cuando fueron testigos de violencias se convierten en rehenes de decisiones judiciales perversas, que priorizan el principio de la patria potestad ignorando sus derechos y revictimizándolos al vincularlos de manera traumática con los asesinos de sus madres. La organización civil La Casa del Encuentro presentará en el Congreso, en marzo, un proyecto de ley que establezca la pérdida automática y suspensión de la patria potestad para el caso de progenitores femicidas, que ya cuenta con apoyo de legisladoras y legisladores de ambas cámaras.
“No se tiene conciencia del impacto sobre las víctimas colaterales de la violencia de género: los hijos, padres, madres y hermanos de las víctimas, pero el Estado debe garantizar los derechos de esas niñas y niños”, advierte la directora ejecutiva de la ONG, Fabiana Túñez. Los últimos relevamientos de La Casa del Encuentro hablan de 209 femicidios entre el 1º de enero y el 30 de septiembre de 2013, según artículos publicados en agencias de noticias y en medios nacionales y provinciales, por lo que se infiere la existencia de un subregistro con cifras muy superiores. Túñez recuerda que “tampoco hay estadísticas oficiales, porque las de violencia que va a evaluar el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec) no prevén índices de femicidio, sólo las denuncias. Hablamos de toda una generación de víctimas colaterales por cada uno de esos femicidios, un número terrible. Es preocupante y constituye un tema de derechos humanos”.
Hace tiempo que para Adriana Gordó de Rivas Justicia es una palabra carente de sentido. Su hija, Dana Pecci, fue asesinada en 2007, a los 20 años, por Pedro Adorno, un hombre que la captó para una red de trata y con quien tuvo una niña, L., hoy en guarda provisoria de uno de los hijos del femicida y la pareja, y de la que Adriana no tiene noticias hace dos años. “¿Cómo se entiende que la Justicia deje en manos de la familia del asesino la custodia de mi nieta?”, se pregunta, extrañando aquellos primeros y únicos contactos en 2011, gracias a la intervención de la procuradora general de la Suprema Corte de Justicia bonaerense, María del Carmen Falbo, y de las ex legisladoras María Luisa Storani y Fernanda Gil Lozano, que se solidarizaron con el caso. En estos dos últimos años en suspenso no tuvo más noticias de su nieta. No sabe cómo está, qué piensa, qué siente, qué sucede con su crecimiento en el entorno íntimo de aquel que asesinó a la madre. Hace poco, la Cámara de Apelaciones de Azul ordenó la “inmediata revinculación” de la abuela materna y su nieta, pero la familia de custodia se negó. La causa volvió a la Cámara y Adriana sigue anclada en la angustia de la espera, peleando por la tutela de la niña.
“A esta abuela no se le dio la oportunidad”, remarca el defensor Departamental de Azul, Diego Fernández, que entiende en la causa, en referencia a la infeliz intervención judicial que decidió el destino de L. tras el femicidio de su madre. Quien resolvió entonces fue la titular del Juzgado de Menores de Azul, María Cristina Beaucamp. “Deberían haberse extremado las circunstancias de búsqueda (de la abuela materna). El Estado debió haber buscado con mayor énfasis la existencia de familiares para después decidir sobre el interés superior de la niña, porque no basta con decir que sólo estaban estos guardadores”, concluye Fernández.
La actuación de Beaucamp en el caso fue lamentable. Cuando Adriana supo que su nieta quedaba en manos de la familia del femicida, pidió hablar con la jueza. “Le dije que me había enterado de que mi nieta estaba con uno de los hijos del asesino y le pregunté: ‘¿Cómo se la entregó a él?’. Se limitó a responderme que ‘Yo se la entrego a quien a mí se me da la gana’. La denuncié a la Corte Suprema por las macanas que se había mandado y de inmediato se declaró incompetente. También averigüé quién debería haberme buscado cuando Dana murió. Resultó que tenía que ser la directora de Acción Social de Olavarría, casualmente amiga de la mujer que cuida a L.”
Durante el proceso de revinculación de Adriana y L. en 2011, los encuentros, que ocurrían dos veces al mes, se suspendieron a pedido de la pareja de custodia y se ordenó una pericia psiquiátrica a la abuela materna. “La pericia dio como resultado que Adriana está en buenas condiciones para la revinculación”, señala el defensor departamental. Meses atrás, la Cámara Civil y Comercial de Apelaciones de Azul ordenó la revinculación inmediata y el Juzgado de Familia N° 1 de Olavarría, a cargo de María Inés Germino, habilitó la vinculación, pero el abogado de los guardadores de L. presentó una impugnación que profundiza el conflicto.
“Lo que pasa es que corren los tiempos”, se queja Adriana, empantanada en plena feria judicial. “Estamos cuestionando, en el ámbito de la tutela, que cuando se otorgó la guarda de L. no se le avisó a Adriana de esto”, explica Fernández, confiando en “una decisión favorable de que este proceso se desarrolle como esperamos y de que abuela y nieta puedan reunirse”.
Los ojos de Adriana son un mapa de los últimos veinte años de la Argentina. En el cansancio se adivina que la captación y el secuestro de su hija semejan las desapariciones de personas durante la última dictadura, que la pérdida de su nieta y la imposibilidad de contacto roza esa otra búsqueda de las Abuelas, que el mote de loca y las pericias psiquiátricas son estrategias antiguas para negarles derechos y entidad a las mujeres.
“Este caso es emblemático por injusticia, por inequidad, por la imposibilidad que tuvo Adriana de contar con los derechos humanos que necesita cualquier persona a la que le asesinan una hija y que encima tiene que estar peleando contra toda la maraña judicial y burocrática por el contacto con la niña”, resume la presidenta de La Casa del Encuentro, Ada Rico. “Cuando desde la organización trabajamos con casos vinculados con trata de personas, siempre hablamos de desaparecidas en democracia, porque son circunstancias con ribetes parecidos a algunas de la dictadura, en el sentido de que hay mujeres que desaparecen y niñas y niños nacidos en cautiverio. El paralelismo es muy grande, y eso es lo grave.”
Un caso testigo es el de Andrea López, quien desde 2004 es considerada una “desaparecida” en La Pampa. Su pareja, Víctor Purreta, un boxeador proxeneta que la obligaba a prostituirse y padre de su hijo, intentó apropiarse del niño iniciando un juicio por tenencia, pero gracias a la lucha de la madre de Andrea, la presión social y el reclamo de las organizaciones de mujeres, el pequeño quedó a cargo de su abuela materna. El revés fue otro, porque Purreta fue condenado a cinco años de prisión por facilitación y promoción de la prostitución, no por la desaparición de su pareja. Rico se acuerda de que “cuando cumplió la condena volvió a ponerse en pareja, y mientras se sustanciaba el juicio por la tenencia del nene, Purreta le dio una paliza tremenda a su nueva mujer. Recién entonces la Justicia se basó en sus antecedentes y en la repetición del hecho de violencia contra otra mujer, y resolvió darle la tenencia definitiva a la mamá de Andrea”.
Es de dominio público la escasa sensibilidad social de funcionarias/os judiciales frente a los planteos provenientes de los sectores más desfavorecidos, sobre todo cuando del otro lado del escritorio son, también, mujeres las que reclaman. “El punto no es que los jueces vayan a decidir siempre de un cierto modo (adecuado o no a nuestras preferencias) –describe el sociólogo y abogado Roberto Gargarella en su investigación sobre ‘Protesta social y parcialidad judicial’–. Tal vez más serio es que, en situaciones donde están en juego los temas que más nos importan, los jueces puedan llegar a decidir casi de cualquier modo, gracias a los amplísimos márgenes de maniobra con los que cuentan a la hora de tomar sus decisiones y a la casi total ausencia de controles sobre su accionar.”
A Rosana Galliano, de 29 años, la ejecutaron de cuatro balazos en el jardín de su casa, mientras atravesaba un proceso de divorcio controvertido de José Arce, incluidas denuncias por agresión contra el individuo, padre de sus dos hijos pequeños. El 16 de enero de 2008, mientras cenaba en su casa con su hermana, Rosana atendió en el celular una llamada de su ex marido, que esa noche estaba con los niños. Por la baja señal del aparato y a instancias de Arce, la joven salió de su casa para continuar la conversación. Demasiado tarde, o demasiado rápido: dos hermanos sicarios la acribillaron. El fiscal a cargo de la causa consideró desde el inicio que se trató de un crimen por encargo de Arce, quien, según esa hipótesis, habría contratado a dos hermanos para concretarlo y planificado con la ayuda de su madre, Elsa Aguilar, el femicidio de la mujer. Rosana y Arce estuvieron casados siete años espiralados en violencia doméstica y un maltrato psicológico que la joven soportó hasta su muerte. Infinidad de agresiones estallaron frente a los hijos; en cada una de ellas, el sometimiento y el terror que imponía Arce eran ostensivos. A pesar incluso de la condena, los hijos quedaron a cargo de su madre, coimputada por el crimen, y hoy gozando de un beneficio de “excarcelación extraordinaria”, por tener más de 70 años.
Al cabo de dos años preso, Arce obtuvo su libertad tras pagar una fianza de 500.000 dólares que incluyó la casa donde mataron a Rosana, y en una resolución judicial controvertida, que la familia de Galliano reclama, accedió a la custodia de sus hijos bajo el régimen de detención domiciliaria. Desde hace tiempo, los hermanos de la joven asesinada manifiestan en noticieros y programas de actualidad que temen por la vida de los niños, pero los jueces consideran el hecho desde un cristal empañado. En noviembre último, cuando Arce y Aguilar recibieron la condena a prisión perpetua, el periodista Horacio Cecchi escribía: “La asimetría de la excepcionalidad judicial bonaerense hizo que el caso de Arce, con prisión morigerada para cuidar a sus hijos y ayudar a su madre coimputada a cuidar a los nietos de ella, curiosamente se cruzara al otro extremo del casi centenar de madres que crían a sus hijos menores de 5 entre rejas pero que no tienen prisión morigerada por imposibilidad de establecer cierta complicidad (o cercanía) de clase con quien decide, y por aquello de la peligrosidad a futuro”.
¿Quién recuerda a esa altura la letra de los derechos básicos de la infancia y el recorrido de una vida libre de violencia? ¿De qué temas y en qué contexto hablan los hijos de Rosana con su progenitor y su abuela paterna? “Entender que el violento, aquel que mató a la madre de esa criatura, está en condiciones de revincularse –destaca Túñez–, y que cuando sale de la cárcel, después de haber cumplido su condena, recupera sus derechos como si no hubiese hecho nada, nos parece una atrocidad.”
La niña tiene 5 años y un comienzo traumático: cuando había cumplido nueve meses quedó gateando en casa, junto al cuerpo de su madre, Adriana Maricel Zambrano, de 28 años, asesinada a golpes y a heridas de herramientas de albañilería por su ex pareja y padre de la pequeña, José Manuel Alejandro Zerda. De hecho, fue él quien, luego de cometer el femicidio, depositó el cuerpo de Adriana junto a la bebé. El hombre cumple condena en prisión y la niña está siendo criada por la hermana de Adriana y su madre, Doris, lo esperable en estos casos. Sin embargo, orden judicial mediante, desde 2011 la nena es obligada a vincularse con Zerda. “Hace tres años, la familia de Adriana inició el juicio por tenencia, pero ahora él reclama la patria potestad”, cuenta Túñez. “Lo más paradigmático es que si bien la nena habla y se expresa con claridad, todavía la jueza no la llamó para escuchar lo que tiene que decir. Y, por donde vaya, esa nena dice que quiere estar con su tía y su abuela.”
Todos los fines de semana, los parientes del femicida la llevan de visita a la cárcel donde está preso Zerda. Los coletazos de esa acción se perciben de lunes a viernes, cuando surgen necesidades cotidianas, como poner rejas en la casa de su abuela materna, por seguridad, “pero la nena no quiere que enrejemos porque le recuerda la prisión”, explica Doris, que observa con impotencia los efectos psicológicos negativos que operan en su nieta. La presión es insoportable para las mujeres, porque Zerda anticipó que cuando cumpla su condena, en julio próximo, “piensa llevarse a la nena a vivir con él, su nueva pareja y con el hijo de ambos. Me quitó a mi hija y ahora quiere quitarme a mi nieta”.
Para Túñez, el caso Zambrano es ejemplo claro y extensivo a otros de “cómo el agresor utiliza a las/os hijas/os como objetos en una forma más de manipular a la Justicia, diciendo que cambió, que quiere ser un buen padre, aunque haya perdido el control antes”. Se le da entidad “a un padre violento, otorgándole la posibilidad ‘de que se recupere’, cuando un violento no se recupera. Lo único que está probado en el mundo y en particular en España, donde se profundizó este tema, es que lo máximo que puede probarse es un control de ira, es decir que pueda frenarse antes del golpe, pero va a seguir presentando todos los demás estadios de violencia psicológica”. Es citable el caso de Fabián Tablado, que en 1996 asesinó de 113 puñaladas a Carolina Aló y condenado a 24 años de prisión por homicidio simple. Con las dos terceras partes de la pena cumplidas más el régimen del dos por uno, en 2010 quedó en condiciones de obtener su libertad, pero en 2012 amenazó de muerte a otra ex pareja, madre de sus dos hijas, a quienes les dedicó un párrafo. “Sos una mierda, voy a ir y te voy a cortar en pedazos a vos también, o te gusta que te meta un fierro en la cabeza? Yo voy a ver a mis hijas, Roxana no me va a dejar... yo no la voy a matar a ella, yo le voy a matar a Roxana lo que más quiere y después me voy a matar yo” (sic). Tablado fue condenado nuevamente por violencia de género y alejó cualquier posibilidad de liberación.
El 10 de diciembre de 2012, Día Internacional de los Derechos Humanos, Tamara Bravo, de 43 años, fue degollada en la puerta de su casa del barrio CECO, en Olavarría, por la ex pareja, Carlos Víctor Diodato, cuando llegaba en su auto junto con sus dos hijos, un niño de 4 y una niña de 8 años, testigo del instante en que el hombre le reclamaba a Tamara una situación vinculada con las visitas a sus hijos. Fue ella quien avisó telefónicamente a la policía de lo sucedido y su relato se convirtió en la prueba principal del hecho por el que se lo juzgará a Diodato en septiembre.
Adriana Gordó de Rivas aguarda el reencuentro con su nieta, ya de 7 años, cargada de incertidumbre. “No sé si está enferma, si está bien o mal. Tampoco sé qué le dijeron ellos (los guardadores).” Sigue adelante surfeando las amenazas reiteradas y pese a que un día su perro apareció muerto. Hace poco elevó un petitorio al Ministerio de Justicia. “Porque por ley tiene que brindar asesoramiento jurídico y social a los familiares de las víctimas. Espero poder acceder a mi derecho como familiar de víctima; ya me pasaron por encima mil veces. Ahora espero que se cumpla el derecho de mi nieta a vivir con su verdadera familia.”
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