CINE
Acaba de estrenarse Deshora, de la realizadora salteña Bárbara Sarasola-Day, un viaje por las sinuosas notas del sexo, el amor y los roles de género en la rutina del campo.
› Por Marina Yuszczuk
No hay historias universales. Además, el tiempo nunca es liso. Y aunque la oposición entre el campo y la ciudad no pueda plantearse sin matices, sin una gradación que contemple la existencia de bordes indefinidos, de relaciones múltiples entre una y otra forma de vida, el mito del campo como territorio extraño sigue funcionando a todo vapor en el cine argentino, con un puñado de películas más o menos recientes que socavan por su sola existencia la hegemonía de la ciudad como espacio en el que reinan la civilización, el consumo y la racionalidad moderna. Es que el campo no es el pasado, como podría percibirse desde la idea de “adelanto” que prima en la ciudad, ni es algo que la vida moderna deje atrás, sino que está ahí, en todas partes, en zonas y parajes que el cine argentino viene recorriendo cada vez con más frecuencia. Entre riñas de gallos y aires feudales que contrastan la pisada fuerte de la bota del patrón con el paso más humilde de los empleados, la primera película de la directora salteña Bárbara Sarasola-Day transcurre entre los verdes apagados de una plantación de tabaco en la provincia de Salta y tiene un nombre que puede aludir tanto a las circunstancias íntimas de los protagonistas como al pequeño salto en el reloj moderno que representa una incursión por una economía y una forma de vida laterales, con aires de novela decimonónica.
Deshora, que se estrenó ayer luego de un recorrido notable por varios festivales de cine (tuvo su estreno mundial en la sección Panorama del 63 Berlinale, formó parte de la Selección Oficial para los Premios Teddy y participó en la Competencia Argentina del último Bafici), tiene como centro una casa de paredes gruesas, interiores oscuros, y amplio porche para combatir el calor de las tardes norteñas. En ella viven Helena (María Ucedo) y Ernesto (Luis Ziembrowski), un matrimonio con dificultades para tener hijos y una vida sexual apenas rutinaria que está en buenas relaciones con los empleados del tabacal del que son propietarios por herencia y que habita, al parecer, una paz construida a fuerza de deslizarse silenciosamente en la rutina de los días en el campo. Mientras Ernesto se ocupa mayormente del cultivo y Helena reparte sus días entre cabalgatas, visitas y la espera de los niños que no llegan, las frustraciones y rebeldías parecen neutralizadas. Hasta que llega Joaquín (el colombiano Alejandro Buitrago), una criatura extraña, un primo de Helena que estuvo varios meses en rehabilitación y viene al campo por orden de la madre buscando, en teoría, algo de calma, pero en realidad va a hacer saltar ese tiempo homogéneo y desprovisto de acontecimientos en el que parece recluida la pareja.
A partir de un planteo novelesco que parece augurar el clásico triángulo amoroso cuando Joaquín comienza a traspasar ciertos límites de la intimidad de su prima, la película se las arregla con inteligencia para desarmar esas expectativas y reconstruirse de un modo mucho más sorprendente y delicado. Porque Joaquín, en apariencia destinado sólo a perturbar la tranquilidad y la moral provincianas, funciona como catalizador de una serie de deseos que empiezan a poner al descubierto uno de los secretos más inesperados: que Helena y Ernesto se quieren. Sólo que nada es tan sencillo, y en ese afecto hay lugar para otros deseos, otras ganas. Mientras los hombres se provocan como gallos de riña y Helena padece el control masculino como una yegua mansa, las paredes de la casa parece que comienzan a adelgazarse a medida que la intimidad de la pareja se ve invadida por la mirada voyeurista, y no siempre rechazada, del visitante. Así, entre los días invariablemente grises y unas noches oscuras como solamente puede ser oscuro el campo, Helena, Ernesto y Joaquín se envuelven sin decir una palabra en juegos que por momentos se quieren inocentes, pero que esconden un potencial de violencia propio de un medio en el que salir a matar animales y sentirse dueño de las mujeres es cosa de todos los días.
Deshora se vale del sexo para explorar un mundo tensado por los anacronismos en el que la visita al prostíbulo no se considera infidelidad, mientras que la homosexualidad sigue siendo el gran tabú, algo que ni siquiera tiene nombre. Y donde las relaciones patriarcales, la fidelidad al patrón y los pactos de silencio conviven con la falta de intimidad propia de los espacios comprimidos, esos en los que todo se sabe como si la escasez de población fuera una especie de caja de resonancia. Así funcionaba también la casa familiar en La ciénaga (2001), de Lucrecia Martel, una película que abre de algún modo la tradición reciente en la que viene a instalarse Deshora. En lo de Mecha, esa especie de aristócrata venida a menos interpretada por Graciela Borges, la circulación de los hijos y el personal doméstico por tardes y noches calurosas ponía al descubierto la obsesión de una de las hijas por la sirvienta Isabel, y la cercanía de los hermanos entre sí dejaba adivinar una sexualidad que se sublimaba en peleas o duchas compartidas. Todos parecían estar mojados todo el tiempo en ese caldo de proximidad, aburrimiento y violencia latente, donde los chicos olvidados de los padres salían a recorrer el campo con una escopeta.
Pero fue Albertina Carri la que en La rabia (2008) le subió el volumen y agregó distorsión a esta nueva música del campo, con un sexo casi pornográfico y de toques sádicos entre Ale (Analía Couceyro) y Pichón (Javier Lorenzo), que ni se molestaba en proteger la inocencia, ya perdida, de los chicos crecidos entre la violencia del campo. La relación, agresiva tanto por la brutalidad empleada como por estar permanentemente expuesta a la mirada de los nenes, se ocultaba y exhibía al mismo tiempo detrás de ventanas sin cortinas. En La rabia ver no era cuestión de voyeurismo, sino que era también una imposición violenta, y la intimidad era casi una noción desconocida. Bárbara Sarasola-Day retoma este esquema de pocas personas forzadas a convivir en un espacio reducido y en el aislamiento del campo, que lejos de vivirse como refugio o descanso parece amplificar hasta lo intolerable lo que los personajes preferirían ocultarse. Pero Sarasola trabaja además con algunos estereotipos casi de telenovela –la pareja de estancieros que no puede tener hijos, la mujer bella y de pelo largo que sale a cabalgar con sus botas y peina a su caballo, el patrón autoritario que sale de putas y caza–, como si se tratara de recuperar también esa otra tradición del cine y la novela latinoamericanos para intervenirla desde una agenda bien actual. O –casi se podría decir– para actualizarla, aunque el extraordinario Luis Ziembrowski que interpreta a Ernesto en Deshora esté dispuesto a todo con tal de mantener las cosas como eran. Algún día una historia del cine argentino tendrá que hacer el mapa de estas películas, sus tiempos y su geografía, y quizá también se ocupe de elaborar una teoría sobre por qué son directoras mujeres las que suelen tematizar y mostrar el sexo en la pantalla local. Esa historia del cine, de paso, podría remontar las películas sobre el campo hasta llegar al presente y analizar cómo funciona ese campo violento en la fantasía, un campo que tendrá sus propios códigos y conflictos, su propios mitos, pero que es bastante más que una metáfora.
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