PERFILES > MARíA EUGENIA RITó
› Por Flor Monfort
Un narcotraficante se suicida. La policía estaba golpeando la puerta de su departamento y él prefirió pegarse un tiro a entregarse a toda esa danza de sometimiento que implica entrar en las redes de la Justicia. Como un auto que arrastra un piolín con latas, su suicidio activó el motor de las caídas: sus cómplices, sus amigos, sus clientes. Y muchos de ellos y ellas son vips, famosos y famosas que no quisieran ser descubiertos públicamente pidiendo un papel en la madrugada de un día de semana cualquiera. Pero las voces empiezan a circular en los medios: conversaciones casuales, amistosas, de gente que pide fiesta, pide cristal, pide compañía. Una de esas voces es muy familiar. Es Euge, que charla relajadamente con la Negra sobre la necesidad de pasarla bien ahora que está separada. Quienes difunden las grabaciones no dicen nada pero se habla por lo bajo de esa voz conocida (“se habla” en las redes sociales y en los comentarios de los portales de noticias principalmente). Euge se siente presionada por los rumores y sale a ponerle cara a esa voz.
Como está avergonzada, María Eugenia Ritó le ofrece a la prensa mucho más de lo que la prensa le habría pedido de existir un diálogo blanqueado sobre sus intenciones por escurrir las almas de quienes están dispuestos a entregarlas. Esto es, quienes creen que la fama es lo último que pueden perder. La Ritó se sienta en el sillón de Rial y cuenta su historia de vida. Y la cuenta toda: que su mamá era mucama y estaba muy enferma, que no tenía plata pero su meta era comprarse un departamento, que por eso se prostituyó durante dos años, que así conoció a su marido, que estuvo sexualmente con mujeres y en orgías, que cuando se separó tenía tantas ganas de morirse que tomó cocaína en Año Nuevo porque se sentía sola y perdida y que –nobleza obliga– tiene que advertirle a todo el mundo que la droga es un infierno. “Te roba el alma”, dice en un tono de voz diferente del de las escuchas y diferente del que nos tiene acostumbradas. Se quiebra, porque siente que tiene que “abrirse” y en honor a su transparencia se deja llevar por Rial, que no puede evitar mostrarse inflamado de orgullo por la máquina de tirar titulares que tiene enfrente. Puta, suicida, drogadicta, fiestera, en suma: culpable. Y si bajamos el volumen y vemos las caras de los personajes que la rodean (Rial y su panel), ella se autoseñala y el resto la mira con lástima, pero por suerte y, por el momento, deciden perdonarla.
¿De qué tiene que disculparse Ritó? ¿De haberse lastimado sistemáticamente? ¿De exponer su cuerpo para ganar plata? ¿De haberse separado del cliente “salvador”, ese que la ayudó a ser la mujer bonita que ella soñaba mientras contaba los billetes fruto de su propia exposición? Ella no se hace esa pregunta, simplemente obedece el mandato: fue una chica mala y por eso se disculpa.
Pasan los días y Ritó jura que ahora entrena, que ya no se droga, que se quedó con los pocos amigos que tiene de verdad. Todo lo carga ese cuerpito de un metro cincuenta y cinco que vio las distorsiones propias de una vida de primera vedette alternada con el lado oscuro de luna. La confesión tiene que ser dramática o no garpa, y tiene que ser culpógena, o no despierta empatía. Y en el medio de todo eso, que una vez más puede dejarla con esa sensación de que le robaron el alma, está ella, tratando de ser aceptada, querida, exculpada.
Un hombre jamás hubiera estado obligado a este “sincericidio”, porque lo que no se dice de ella es que el morbo que despierta es ver cómo sigue la flecha de su moto. O se estrella o sube al paraíso que la tele les tiene reservado a sus mejores alumnos, pero ambas opciones tienen el tiempo contado: lo dijo ella varias veces, ya tiene 38 años, no le queda mucho tiempo (¿para ser mamá?, ¿para rehacer su vida?, ¿para calzarse las plumas otra vez?). Pronto lo sabremos. Lo que es seguro es que ningún panel que hoy la agita a confesar le va a hacer compañía en el próximo Año Nuevo.
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