Vie 14.02.2014
las12

RESCATES

Glamour permanente

Shirley Temple
1928-2014

› Por Marisa Avigliano

En la primavera de 1934 en una peluquería de Barracas una nena de tres años soporta bigudíes calientes sobre su cabeza. ¿También le habrían puesto borato de sodio y un limpiador natural? Posiblemente sí. La cabeza es muy chiquita y los bigudíes muy pesados, así que se tuerce de un lado a otro hasta que el equilibrio perdido la vence y definitivamente ladeada hacia la derecha se queda dormida. Cuando su madre la ve, la cree muerta. “Mi marido me mata –dicen que dijo–, lo hice para que se pareciera a Shirley Temple.” La permanente les enrulaba el pelo y las hacía Shirley por un rato largo, hasta el cumpleaños propio o el de alguien de la cuadra. En la década del ’30, Hollywood había creado un modelito nuevo para calcar, pero esta vez las madres apoyaban el molde sobre el cuerpo de sus hijas. Las pequeñas Shirley en simulcop caminaban por los barrios.

La verdadera había nacido en Santa Mónica, California (un querubín con hoyuelos y dos bucles sobre la frente que homenajeaban a Mary Pickford), y era la elegida para distraer a los norteamericanos durante la depresión. “Por tan sólo 15 centavos de dólar estadounidense puede ir al cine y ver la cara sonriente de un bebé y olvidar sus trastornos”, decía Roosevelt en 1935. El nuevo maniquí era talle extra extra small, usaba lazos en el pelo del color de sus vestidos, sonreía a cámara, cantaba, bailaba claqué y era la huérfana ideal con final feliz, la pobre niña rica o la mascota del regimiento, era todo lo que el contrato que había firmado su madre pidiera ser, incluso el frasco de caramelos que las butacas masticaban. Debutó con un desnudo –ya lo sabía Graham Green que perdió un juicio por llamarla “pequeña depravada”–, en Hasta el último hombre (1933), donde Randolph Scott consiguió esa “austera seguridad” que sería su sello a caballo y a pie en el desierto rocoso. En aquella escena Shirley se daba un baño, tenía seis años. Fue Heidi en 1937, una princesita dos años después y fue muchas otras nenitas más, todas las que sus dientes de leche le permitieron ser, luz en la saliva hambrienta. El cuento de la niña prodigio (cuya fecha de nacimiento fue falseada por la 20th Century Fox), que perdió gloria y contratos a medida que crecía masticando el gerundio de sus días, empieza con un había una vez una nena que corrió hasta la puerta de una juguetería para saludar a Papá Noel pero que no llegó a decirle nada porque en cuanto él la vio le pidió emocionado un autógrafo. La infancia le dio un Oscar (fue la actriz más joven en recibir la estatuilla, fue un premio especial, un prematuro Oscar honorífico a la intérprete juvenil); la adolescencia, la pérdida del reino, y la vida adulta, un lugar en los gobiernos republicanos (como los votos no la llevaron al Congreso en 1967 ocupó cargos diplomáticos durante las administraciones de Nixon, Ford y George Bush). La actriz que tenía prohibido dar el estirón fue embajadora en Ghana, en Checoslovaquia y llevaba en sus valijas trofeos de su estación áurea: fotos de sus películas, la prosa abanicada de sus recuerdos, muñecas con su cara, juguetes, discos y un ajuar marketinero que incluía ropa interior y trajes de baño. En los ’70 hizo pública su mastectomía y una campaña a favor de la prevención del cáncer de mama. Las escenas de sus morisquetas infantiles se secan al sol de la consideración y acrecientan museos temáticos. Murió hace unos días “de muerte natural” en su casa californiana. La nena famosa murió viejita.

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