PERFILES > LA REINA SOFíA
› Por Flor Monfort
Sofía Margarita Victoria Federica nació en los algodones de un palacio real griego y tuvo una vida que dicha en voz alta, sin repetir ni respirar, podría ser interesante y no soporífera, como la versión de cualquiera de sus fotos que se encuentran en Google, o la que casi cualquier mortal de Occidente tiene estampada en su memoria cuando le dicen “reina Sofía”. Participó en las Olimpíadas, huyó de su país en la Segunda Guerra, trabajó en un equipo de excavaciones arqueológicas, fue enfermera en una maternidad y estudió en un bachillerato alemán mixto y de excelencia, lo que la hizo políglota y tan afín a los buenos modales, pero nada hizo mella en su carácter de Buda.
Del timbre de su voz, algún logro, papelón o llamada de atención, pocas noticias. Su protagonismo es un antagonismo velado, el lado b de un reinado ya de por sí poco carismático, cuestionado por corrupto y lavado, del que las aventuras dignas de revista del corazón llegaron del chismorreo sobre su marido y sus hijas, nunca sobre ella. Que Juan Carlos andaba en moto a 150 por hora en las noches madrileñas (más de un taxista local jura haberlo visto con gafas enormes y una campera de cuero extra large) y lo hacía por una buena razón: su amante. No la misma que lo acompañó a cazar elefantes a Botswana mientras su nieto de 13 se recuperaba después de dispararse accidentalmente en el pie con un arma. Otra que amó durante muchos años. Otra que no era la presentadora de tevé ni la bailarina ni la modelo ni la princesa alemana Corinna zu Sayn-Wittgenstein, su última conquista pública. Otra que no fue la que él quería desposar en su juventud y la negó su familia por poca alcurnia (el cuento dice que Juan Carlos le tiró el anillo a Sofía y le dijo “cógelo”. Al anillo). Y mientras todas las otras pasaron por la vida de su marido, Sofía siguió inmutable, con su rictus amable, menos sensual que un candelabro pero persistente y férreo. Con coronita.
Sofía montada a un burro, Sofía con dos osos pandas a upa, Sofía acariciando a un gato de la calle o colada en los vestuarios de la selección española versión 2010 (ganadora del Mundial, con la poca suerte que tuvieron en éste podría decirse que Sofi fue su amuleto) forman parte de su álbum de postales públicas. Podría ser divertido, pero no. Porque no alcanza con intentar tener carisma ni con la media sonrisa impostada, tampoco con los vestidos fastuosos ni las joyas pesadas, a Sofía le falta lo que a Máxima le sobra y lo que su nuera Letizia logra a fuerza de pocos kilos y cara de traste. Suavizar las formas, limar las asperezas, no jugarse nunca por nada, ni siquiera por la propia hija implicada en escándalo de malversación de fondos. Sofía no figura en ninguna escucha telefónica, ni escribió ningún mail, ni fue llamada a declarar. Por favor, despierten a esa mujer, que ahora que dejará las obligaciones formales, promete viajar más seguido a su tierra de nacimiento y leer todo lo que su fundación y las vueltas al mundo le impedían. Y dar seminarios sobre esto de hacer de una falta una marca: no preguntar demasiado ni moverse de la foto ni enfermarse en la víspera. Sufrir en silencio o no sufrir, directamente, como para ahorrarse el disgusto. Tapar la conveniencia de comodidad y dejar en evidencia los malabares que se puede hacer con una vida cuando no se quiere correr de la norma ni el dictamen. Un verdadero ejemplo de lo anti queer, un paradigma de lo que el patriarcado y su versión más ridícula, la monarquía, hacen con las mujeres cuando ellas se dejan: amaestrarlas para que ni ellas se pregunten qué hacer con los impulsos y el deseo.
Dicen que Sofía sí lo amaba a Juan Carlos, dicen que el desencanto fue paulatino. Y que una vez ella lo retó en público por dejarla en evidencia como la cornuda que nunca había soñado ser. Pero sólo dicen, porque Sofía es tan impecable que ni de sus pocas rebeliones dejó testigos.
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