Abuelito, ¿qué hora es?
Por Sandra Russo
Un tópico al parecer ineludible, aquí y allende los mares, para casi todos –críticos conspicuos, meros comentaristas al paso– los que discurren sobre Eric Rohmer, es hacer hincapié sobre su eterna juventud, sobre todo desde que cumplió los 80 en el 2000 y demostró seguir tan fresco, o más, que cuando filmó El signo de Leo, en 1959. ¡Como si hubiese muchos jóvenes en este planeta capaces de hacer, sin ir más lejos en el tiempo, los Cuentos de las cuatro estaciones! Es tal el prejuicio inconsciente contra la vejez –y como contrapartida, el culto de la juventud per se– que resulta cada vez más raro que se reconozcan las posibles ventajas de la edad –que las hay, aunque la muerte esté cada vez más cerca– que avanza hasta volverse avanzada...
En el caso de Rohmer resulta evidente, aun cuando no se conozca su obra completa, que con los años ha decantado su lenguaje como guionista y cineasta, ha acrisolado su erudición, que se destila en sus films sin rozar jamás la pedantería; y su mirada sobre los personajes y sus conductas, sin salirse del aire de su tiempo, ha devenido a la vez más leve y más profunda, acaso más tierna y benévola, aunque para nada complaciente. Y en cuanto a los pocos años de sus personajes más habituales –en Cuento de otoño llamaron mucho la atención sus cuarentañeras–, no se trata de una debilidad de viejo verde ni –menos todavía– de una actitud demagógica: “La mayoría son jóvenes porque a esa edad hay que elegir, y la opción es el hecho dramático por excelencia. Además, me gusta trabajar con desconocidos para que el intérprete no anule el personaje”, aclaró no hace mucho el director.
Yendo al móvil que da pie a esta columna, hay que avisar que el reciente estreno Tres romances en París (inapropiada “traducción” de Les rendez-vous de Paris) es un deleite extremadamente sutil, de una maestría absoluta, que conjuga originalidad, sustancia y diversión. Ya desde los títulos de muchos de sus films (en los que figuran Suzanne, Maud, Claire, Pauline, la Marquesa de O, amén de una panadera, una coleccionista, la mujer del aviador...), Rohmer anuncia su preferencia por los personajes femeninos, a menudo más destacados y numerosos que los masculinos. En Tres romances..., las chicas conducen el baile de las atracciones y los sentimientos, la ronda de amores y desamores, imponen sus reglas, ya se llamen Esther (Cita a las 19), ya no se mencionen sus nombres (Los bancos de París, Madre e hijo, 1907). Ellas deciden el destino de las relaciones de pareja, aunque, en verdad, aquí en cada episodio se genera un triángulo: Esther ama a Horace que la traiciona con Aricie (sin contar al seductor que llega tarde a la cita), la chica que sale con el profesor a retozar por los paseos de París lo hace para amenizar el último (y tedioso) tramo de su noviazgo con un tal Benoît; el pintor recibe la visita de la sueca enviada por una antigua amante para que la guíe, pero él prefiere mil veces a una joven que sigue por la calle y encuentra en el museo mirando atentamente un cuadro de Picasso (que no es el de la ilustración, aunque éste corresponde al mismo año, es decir, 1907).
Cada uno de los capítulos es introducido por la evocadora canción “A Paris, dans chaque faubourg”, cuya letra fue escrita para el film 14 de Julio por René Clair, un director muy estimado por ER, al punto de manifestarse en deuda con él en el reportaje que abre el libro El gusto por la belleza (Paidós). Otro creador al que sin duda le debe algo,particularmente en el caso de Tres romances..., es a Marivaux, ese novelista y dramaturgo del siglo XVII que con estilo fluido e ingenioso escribió piezas cuyos títulos podrían corresponder a films de Rohmer: El juego del amor y del azar, La prueba, Doble inconstancia (Silvia, personaje de esta última pieza, dice: “Cuando amaba era porque el amor me había venido; ahora que no amo es porque el amor se ha marchado”, algo sería capaz de alegar la chica de Los bancos de París).
En su última película, La inglesa y el duque, presentada el año pasado, ER volvió a la ciudad de sus amores, pero tres siglos atrás, gracias a las buenas artes del pintor Jean-Baptiste Marat, respaldado por efectos digitales. En este París reconstruido del período de la Revolución conocido como El Terror vive una inglesa, amante del duque de Orléans. Rohmer leyó sobre ella en una revista, luego consiguió las memorias de Grace Elliott, le encantaron y armó el proyecto. Naturalmente, el punto de vista es el de esta mujer enigmática, quizás agente doble que, si bien no veneraba la monarquía, se mantuvo fiel a sus principios de clase y leal a sus amantes. Algunos críticos de su país lo llamaron desde “contrarrevolucionario” hasta “Rohmer Royal”. El cineasta se fastidió un pelín ante tanto maniqueísmo, reconociendo que le había interesado, además de la grande, la historia pequeña, tan menospreciada, como vista por el ojo de la cerradura. Y la que mira es una bella extranjera que después lo escribe maravillosamente, según la confiable opinión de Eric Rohmer. Lo suficiente como para convencerlo de hacer su tercera película de época, la número 22 de su filmografía.