EXPERIENCIAS
Protagonista de todo tipo de metáforas, refranes, advertencias -como esa de que el pelo de las mujeres es como la red con que el demonio pesca almas ¡joder!-, fantasías y sinsabores, el pelo adquiere mayor protagonismo cuanto menos ropa se use ya sea porque la moda femenina exige su mutilación cíclica o porque, sencillamente, hay menos artificios con que disimular su exceso o su falta. ¿De qué se trata cambiar en la mayoría de los casos? Pues de cortarse el pelo, teñírselo o peinárselo. ¿Que otro signo de envejecimiento más evidente que el temor si no las canas? ¿Cuánto más desnudo se está que cuando se ve el pelo de las partes íntimas? ¿Y qué es lo que exige cualquier brujería o gualicho que se precie si no una matita del pelo amado? Es más ¿qué es lo que se acaricia primero cuando aun no están habilitadas otras zonas a los dedos del amante? ¿Y cuántas madres se han privado de atesorar ese mechoncito, casi una pelusa, que por primera vez se corta a su retoño? Sobre los goces y los padeceres ocasionados por la parte más viva -y más rápidamente muerta- del cuerpo hablan estos sentidos textos que no echarán luz sobre ningún asunto trascendente, pero tal vez despierten alguna mueca cómplice en este viernes, lento primer viernes del próximo año de nuestras vidas.
Por Juan Sasturain
Las dos estaban buenas, pero Rita Hayworth se afeitaba las axilas y mi mamá,
no. No fue algo tan difícil de verificar. El dato de Rita lo tengo por
el baile demoledor de Gilda que termina con el sopapo del boludo de Glenn Ford
en un improbable club nocturno porteño hacia mediados de los cuarenta;
ahí ella, cantando mal, pero quién la oía, levantaba los
purísimos brazos sobre la cabeza mientras se sacaba los interminables
guantes y agitaba la melena pelirroja pese al blanco y negro. Una cosa infernal.
El dato de mi mamá lo tengo de innumerables experiencias en vivo para
la misma época que no pienso referir. Se puede argumentar que no son
términos de comparación una terrible yegua de Hollywood y una
linda mamá de clase media argentina diez años mayor: una en la
pantalla y otra en la platea del matinée. Pero tengo mis dudas al respecto.
Es que la cosa pilosa no se cortaba con el filo de yilet de la pantalla ni con
la navaja generacional, ya que poco después tampoco se depilaba la increíble
Silvana Mangano en Arroz amargo para andar con el agua a la rodilla y los pies
en el barro del Po; ni se podaba la bersagliera Gina Lollobrigida en Pan, amor
y fantasía, ni mucho menos mezquinaba pelos la primitiva Sofía
Loren antes de que –entregada por Carlo Ponti– los yanquis le pusieron
un ph. Y esas salvajes tanitas de la pantalla neorrealista del primer tramo
de los cincuenta –que le hicieron la cabeza literalmente a medio mundo–
estaban más cerca, obviamente, de las minas reales que andaban por las
calles pueblerinas que yo conocía desde la vereda o espiaba a franjas
en la arena de Necochea, que de las oxigenadas y multiproducidas Lana Turner
o Dorothy Malone del Cinemascope. Marilyn sería otra cosa.
Por otro lado, la bruta y explícita maja goyesca –tan gallega–,
la sudorosa Libertad que saca pecho y guía al pueblo según Delacroix,
y las bellas y distendidas amigas de Modigliani nunca necesitaron sacarse los
pelos para posar una vez y entrar en los museos para siempre. Y tampoco nadie
puso una curita negra ahí.
Quiero decir, volviendo a Rita y mi mamá pasando por la Mangano, que
en aquel momento, esos demonizados pelos axilares, avalados por el cine, también
podían tirar con eficacia –a comparación de los otros, los
clásicos, que sabemos bien pueden a una yunta de bueyes– o al menos
no inhibían ni mucho menos el trabajo a destajo de la libido protoadolescente.
En un mundo de reprimida clase media que diferenciaba absolutamente los modos
y circunstancias de exhibición pública y privada de un cuerpo
segmentado mucho más analíticamente que ahora, los bellos vellos
funcionaban al revés de hoy, o sea: eran sobre todo pelos en un pliegue
femenino, el único recoveco accesible a la mirada y en grado aún
restringido. El pensamiento analógico hacía el resto.
Tener o no tener tupé
Por Moira Soto
Las cabelleras femeninas acicaladas, las barbas masculinas que indican madurez
y responsabilidad, la calvicie para todos al cabo del tiempo o como metáfora
de la ocasión, que hay que aprovechar sin más, el pelo en el pecho
haciendo las veces de signo inequívoco de virilidad, están presentes
en ese compendio de citas literarias (algunas ligeramente modificadas) y de
la presunta sabiduría popular que viene a ser el refranero español.
Empecemos por la parte que nos toca como criaturas inexorablemente frívolas,
frágiles, siempre necesitadas de guía y control (masculinos):
“Cabellos y cantar no cumplen ajuar”, en otras palabras, que las
casaderas que invierten tiempo en arreglar sus cabellos, y encima, cantan por
pura diversión, seguro que no son suficientemente hacendosas ni recomendables
como futuras esposas. Ahora bien, si se trata de casadas con maridos distraídos
o ausentes, “Mal anda el huso cuando la barba anda de suso”, porque
si no son vigiladas, las mujeres no cumplen debidamente con su obligación
de hilar. Para esposo guardián y mentor, nada mejor que un señor
mayor: “Antes barba blanca para tu hija que muchacho de crencha partida”,
o lo que es más o menos lo mismo: “A poca barba, poca vergüenza”.
Siempre prestigiosa, “Barba pone mesa, que no pierna tiesa” (el
hombre cabal que provee a su familia contrapuesto al inútil indolente,
que no mueve ni una pierna, no hace un pito). Pero no basta una buena barba,
porque para ser “Hombre de hecho, pelo en pecho”, y así aunar
cualidades morales y físicas.
“Hazme la barba, hacerte he el copete”, es un proverbio que promueve
la ayuda mutua y solidaria. Mientras que “Cuando la barba de tu vecino
viera pelar, echa la tuya a remojar”, nos induce a escarmentar con lo
que les sucede a otros, y ser entonces más cuidadosos/as. Pero los pelos
grises en el rostro masculino pueden provocar codicia, porque “A barbas
con dinero, honras hacen los caballeros”. Esto, claro, si se trata de
barbas acaudaladas de las que se puede esperar herencia. Aunque mejor seguir
este ejemplo: “Canta la rana y no tiene ni pelo ni lana”, es decir
se banca la pobreza y tan contenta.
Entre una pelambre tupida y el cuero cabelludo desnudo, debe haber –en
el sentido figurado que cultivan los refranes– un razonable término
medio: “Ni tanto ni tan calvo que se le vean los sesos”. Aunque,
de todos modos, “Al cabo de cien años todos seremos clavos”,
porque habremos muerto sin remedio. Y no sólo “A la ocasión
la pintan calva”, a la muerte también: “Calvo vendrá
el que calvo me hará”.
Los pelos de las personas, se sabe, pueden ser secos, grasos, opacos, lacios,
rizados, estar florecidos, o reemplazarse por tupés, gatos o bisoñés.
Pero siempre, por más fino que sea, “Cada cabello hace su sombra
en el suelo” (para significar que no hay que despreciar ninguna cosa,
por más insignificante que sea). A veces, se suele mirar con indiferencia
la desgracia ajena, al punto que “Mal ajeno de pelo cuelga”, así
de frágil es la situación de muchos. Quizás porque siempre
“De la risa al duelo, sólo hay un pelo”.
Por Mariana Enriquez
La última novela de Jeffrey Eugenides, Middlesex, tiene varios momentos
que rozan la maestría. Pero el más emocionante en referencia al
tema que nos atiene es su clamor a las deidades menores: “¡Háblame,
Musa, de las griegas que lucharon contra el vello antiestético!”,
escribe Eugenides. “¡Háblame de las pinzas de las cejas y
las cremas depilatorias! ¡Del agua oxigenada y la crema de abeja! ¡Háblame
de cómo la antiestética pelusilla negra, igual que las legiones
persas de Darío, se extiende sobre el territorio aqueo de muchachas apenas
adolescentes!”
No tengo ascendencia griega, pero igual que las mujeres de tan glorioso pueblo
pertenezco al Continente del Vello. Mis ancestros son oriundos de las regiones
más pilosas de España e Italia. Y mi lucha contra el vello ha
sido constante desde la más tierna edad; si tuviera que usar la memoria
emotiva para llorar, como una actriz del Actor’s Studio, recurriría
al olor de la cera, y al dolor del tirón impiadoso, leve en las piernas,
grave en las axilas, casi insoportable sobre los labios, por completo inaguantable
en las partes íntimas.
Dirán que siempre es posible recurrir a la maquinita de afeitar, pero
no es recomendable. Es del todo cierto que luego el pelo crece más áspero
y puntiagudo, y merced la gillette el Monte de Venus semeja un campo de ortigas.
Depilarse sola, que siempre es menos sufrido, resulta tremendamente incómodo
y humillante. Hay que recurrir siempre, en última instancia, a los servicios
de La Depiladora, ese personaje que puede ser una bendición o un monstruo.
Ya he encontrado a una profesional eficiente, que sabe cuáles son las
cremas a aplicar después, es piadosa y no da charla. Pero una vez caí
en garras de un Monstruo. Un ser tan malvado que, por largo tiempo, disfruté
de mis largas crines y hasta juré que jamás volvería a
luchar contra la naturaleza.
Mi encuentro con el Monstruo ocurrió un verano. No sé por qué
decidí hacerme un cavado total; quizás pasaba por una etapa de
buen humor, y había olvidado cuánto detesto usar malla. El monstruo
comenzó a aplicar la cera, que estaba en temperatura de lava, en todas
mis partes íntimas. Y la extendía tan cerca de las zonas más
sensibles que, temí, en el tirón podía perder mis labios
mayores y mi clítoris. Los imaginé pendiendo de la cinta de cera;
vi al Monstruo relamiéndose porque me había privado de mis órganos
del placer. No ocurrió, por poco. Pero el Monstruo, guaso y brutal, me
esparció alcohol post-depilación con un áspero algodón
de pésima calidad. Eso no fue lo peor. Lo realmente dañino fue
que derramó el alcohol por toda la zona, penetró entre los labios,
y se introdujo por el tracto vaginal, bien profundo. Fue como si John Holmes
me hubiera agarrado desprevenida. Traté de preservar algo de mi dignidad,
y cometí el fatal error de no asesinarla allí mismo. Sé
que ningún juez me hubiera condenado. Volví a casa caminando como
sobre un potro, en un grito, y ya sobre el sillón me abrí de piernas
y encendí el ventilador para apagar ese incendio, que no era una sana
y bella calentura sino algo apto para el Hospital del Quemado. Pensé
en demandarla, pero, como es de público conocimiento, los efectos del
alcohol se desvanecen con prontitud. Y mi ira menguó. Pero no lo olvidé.
Ahora entro al cuartito de cada depiladora con recelo y con la secreta esperanza
de que, algún día, haya un regreso a lo tribal y natural, un movimiento
mundial de liberación que imponga la obligación de lucir con orgullo
el vello. Sueño con el glamour del bozo, la sensualidad de andróginas
piernas peludas, el fetichismo de una axila poblada. Hasta entonces, sufriré.
No soy tan rica como para recaer en soluciones tecnológicas extremas
como la depilación definitiva.
Por Daniel Link
Siempre nos dijeron que el futuro de la raza es calvo. O que venimos de la pilosidad
animal (éramos primates), pero vamos hacia la estilización propia
de los alienígenas de todos los tiempos –delgados, de voz átona
y calma (o, en el mejor de los casos, inexistente: comunicación telepática)
y sin un solo pelo en toda su morfología.
Después de los 30, naturalmente, esa predicción se nos revela
como una fantasía cruel. Una mañana despertamos y somos Chewbaca:
pelos en la nariz, en las orejas, las cejas diabólicas de Natán
Pinzón, la espalda como un tapiz de pelo de foca. Los gordos caen irremediablemente
en la categoría (simpática) de “oso”. A los flacos,
nos dicen, ni siquiera esa bondad se les reserva: “Vos no sos oso, sos
nutria”. Qué escándalo.
¿Qué nos pasó? ¿En qué momento de nuestra
historia hormonal y por qué secretas causas se impuso el gen regresivo
que nos vuelve de nuevo gorilas, orangutanes, mandriles (eso, los que se salvan
de los pelos en los glúteos)? ¿Y por qué nos mintieron
tanto?
Lo peor es la expectativa de futuro: trenzarse los pelos de las orejas, o someterse
hasta las lágrimas a la canallesca pinza de depilar; adoptar esos horrendos
adminículos rotativos que roen los folículos nasales, o dejarse
un bigote nietzscheano. Ir a la playa con remera, o pasar antes por la cámara
de tortura de la cera negra. No hay salvación alguna.
Ignoro cuánto sufren las mujeres sus excesos pilosos. Aun aquellas que
portan pelos alrededor de sus pezones (las he conocido), es seguro que han adoptado
ese designio de los dioses como una segunda naturaleza. Pero para los hombres
no es así, porque la exposición del animal que llevábamos
dentro sobreviene de pronto, y a avanzada edad, cuando deberíamos preocuparnos
por cosas mucho más importantes como la flaccidez de nuestros abdómenes
y la pérdida de tonicidad muscular. ¿Pero para qué ir al
gimnasio, para qué correr por los parques, para qué comprarse
ropa o leer libros difíciles, para qué hacer dietas bajas en colesterol,
si a la hora de la verdad, es decir a la mañana, la persona que amamos
(o, por lo menos, deseamos) se despertará de su sueño profundo
y encontrará a su lado una masa informe de pelos, una oreja de otros
tiempos, un hocico, una espalda vencida que secreta alambres? Eso se llama bestialismo.
Cuando se habla de “disfunción eréctil” debería
entenderse esto y sólo esto: el modo en el que, tristemente y fuera de
toda dignidad, el homo erectus retrocede al árbol, la caverna, aquellas
lianas, estos infames pelos fuera de control y de contexto.
Por Claudio Zeiger
Puede llegar a ser el pelo el problema más grave, la obsesión
fija y lacerante, el secreto más secreto y oscuro, la razón de
ser en la vida de un hombre?
Sí.
¿Puede secretamente un hombre llegar a desear quedarse pelado de una
buena vez para evitarse la torturante muerte lenta?
Sí.
¿Puede un hombre negar la realidad, no ver cómo Ellos se van quedando
por el camino, por los intersticios, los agujeritos, cómo caen uno aquí
y otro allá sobre el teclado o el libro o adentro de la sopa, y seguir
como si nada creyendo que nada va a pasar, que no va a ser para tanto, hasta
que alguien sensato se anima a ponerlo frente a la realidad?
Puede.
Y sin embargo, no hay hombre que vaya a tomar el toro por las astas, salvo que
sea alguien muy consciente del tema. En un reciente documental sobre la calvicie
presentado por Pancho Ibáñez, un hombre contó que se había
decidido a usar un bisoñé a muy temprana edad porque veía
que lo suyo era irremediable. Claro, era peluquero. Una vez leí algo
que me impresionó: un psicoanalista contaba que tenía un paciente
muy enroscado, muy conflictuado, y que él, el analista, un día
se dio cuenta: el único problema real, de peso, que tenía su paciente,
era que se estaba quedando pelado. En un gesto de grandeza, en vez de seguir
interpretando sus sueños, el psicoanalista le recomendó hacer
un tratamiento.
El hombre común y corriente, probablemente, deje pasar años y
años sufriendo en silencio, retorciéndose, mirándose la
cabeza desde distintos ángulos en el tríptico de espejos del baño
hasta que se decide a “hacer algo”. Y hacer algo es generalmente
tomar esa medida tan masculina –tan estúpida y enternecedoramente
masculina– de raparse para tapar la calvicie con la propia calva.
Quedarse pelado lleva años. No quedarse pelado lleva toda la vida. Y
ni siquiera con eso alcanza, ya que controlado el tema de arriba, recién
si despunta la tremebunda relación del hombre con su pelo. Hasta ahora
sólo se habló de los pelos de la cabeza, y hay más, mucho
más de la cabeza para abajo.
Hay que decirlo aunque sea desagradable: a medida que ralean arriba, hay pelos
que empiezan a aflorar en recovecos, cavidades y zonas inhóspitas. El
ejemplo más temido, señal de irreversible edad avanzada, son los
pelos en las orejas (si blancos, más jurásicos), pero no son tan
frecuentes mientras el hombre se mantiene entre la juventud y una madurez, digamos,
sensata. Sí son frecuentes en las cejas (los diablitos) y en el cuerpo,
pero en calidad de pelo solitario, un tanto ridículo, apartado, excesivamente
largo o retorcido (pelo de panza: ni vello ni pendejo, como dice un chiste).
Acerca del vello púbico/ vello axilar/ pelo en pecho: están allí
desde la pubertad, más o menos abundante según la naturaleza.
Pero el hombre un día toma conciencia de que esa clase de pelo o vello
también puede ser recortado (o depilado, en fin). Podría llamarse
a este fenómeno “conciencia capilar” y en verdad es la toma
de conciencia de que el pelo es el reino del capricho, la arbitrariedad, el
descontrol y la ofensa.
El pelo no es sólo fuente de tortura psíquica para el hombre.
También tiene que ver con el disfrute de habernos convertido en consumidores
de productos cosméticos (gel, tintura, champú, etc.) y de cortes
de pelo. Cortarse el pelo es un rito y una fuente de placer inconmensurable
y el peluquero es la única persona que debiera merecer fidelidad absoluta.
La barba y el bigote son bien representativos de esta relación del pelo
con la libertad. Es en el pelo donde el hombre de hoy ha ido ejerciendo su hace
poco conquistada liberación cosmética, pero su emblema es la barba
candado, que de marca estética por excelencia se ha convertido en símbolo
de cierto estatus trucho. Aunque ahora sea mal visto, el candadito hizo su humilde
aporte a la lucha por la liberación masculina, la larga batallapor relajarse
y gozar un poco. Fue moda, frivolidad y desafío. ¿Qué hombre,
alguna vez, no se dejó el candadito para probar?
Hasta hace unas décadas, hasta los años setenta, todo era bastante
obvio. El horroroso bigote sólo era de bancarios y sindicalistas malos;
el pelo largo acompañado de barba larga, cosa de rebeldes tercermundistas,
el pelo cortito de futuros abogados garcas. Cantó Baglietto: “Ya
no hay un pelo largo/ todos parecen soldados”, pero unos años después
el rapado empezó a significar algo muy distinto –de orden estético
y apolítico, salvo en los anacrónicos skinheads– y la colimba
pasó a ser optativa.
No hay que dejar una imagen tan complicada del problema. Seamos modernos. Desdramaticemos.
El hombre puede ejercer su ganada libertad en el pelo e inclusive contra el
pelo. El hombre es igual que la mujer: cuando quiere ver un cambio visible y
rápido, se la agarra con el pelo. Bien cabe aquí el gran pensamiento
de Ringo Bonavena acerca de que “la experiencia es un peine que te dan
cuando te quedás pelado”. Pero es como todo en la vida: disfruta
el momento. Disfruta de tu pelo, tu barba, tu bello vello... mientras lo tengas,
claro está.
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