Vie 02.01.2004
las12

EXPERIENCIAS

Los pelos de punta

Protagonista de todo tipo de metáforas, refranes, advertencias -como esa de que el pelo de las mujeres es como la red con que el demonio pesca almas ¡joder!-, fantasías y sinsabores, el pelo adquiere mayor protagonismo cuanto menos ropa se use ya sea porque la moda femenina exige su mutilación cíclica o porque, sencillamente, hay menos artificios con que disimular su exceso o su falta. ¿De qué se trata cambiar en la mayoría de los casos? Pues de cortarse el pelo, teñírselo o peinárselo. ¿Que otro signo de envejecimiento más evidente que el temor si no las canas? ¿Cuánto más desnudo se está que cuando se ve el pelo de las partes íntimas? ¿Y qué es lo que exige cualquier brujería o gualicho que se precie si no una matita del pelo amado? Es más ¿qué es lo que se acaricia primero cuando aun no están habilitadas otras zonas a los dedos del amante? ¿Y cuántas madres se han privado de atesorar ese mechoncito, casi una pelusa, que por primera vez se corta a su retoño? Sobre los goces y los padeceres ocasionados por la parte más viva -y más rápidamente muerta- del cuerpo hablan estos sentidos textos que no echarán luz sobre ningún asunto trascendente, pero tal vez despierten alguna mueca cómplice en este viernes, lento primer viernes del próximo año de nuestras vidas.

Los famosos tiradores

Por Juan Sasturain

Las dos estaban buenas, pero Rita Hayworth se afeitaba las axilas y mi mamá, no. No fue algo tan difícil de verificar. El dato de Rita lo tengo por el baile demoledor de Gilda que termina con el sopapo del boludo de Glenn Ford en un improbable club nocturno porteño hacia mediados de los cuarenta; ahí ella, cantando mal, pero quién la oía, levantaba los purísimos brazos sobre la cabeza mientras se sacaba los interminables guantes y agitaba la melena pelirroja pese al blanco y negro. Una cosa infernal. El dato de mi mamá lo tengo de innumerables experiencias en vivo para la misma época que no pienso referir. Se puede argumentar que no son términos de comparación una terrible yegua de Hollywood y una linda mamá de clase media argentina diez años mayor: una en la pantalla y otra en la platea del matinée. Pero tengo mis dudas al respecto.
Es que la cosa pilosa no se cortaba con el filo de yilet de la pantalla ni con la navaja generacional, ya que poco después tampoco se depilaba la increíble Silvana Mangano en Arroz amargo para andar con el agua a la rodilla y los pies en el barro del Po; ni se podaba la bersagliera Gina Lollobrigida en Pan, amor y fantasía, ni mucho menos mezquinaba pelos la primitiva Sofía Loren antes de que –entregada por Carlo Ponti– los yanquis le pusieron un ph. Y esas salvajes tanitas de la pantalla neorrealista del primer tramo de los cincuenta –que le hicieron la cabeza literalmente a medio mundo– estaban más cerca, obviamente, de las minas reales que andaban por las calles pueblerinas que yo conocía desde la vereda o espiaba a franjas en la arena de Necochea, que de las oxigenadas y multiproducidas Lana Turner o Dorothy Malone del Cinemascope. Marilyn sería otra cosa.
Por otro lado, la bruta y explícita maja goyesca –tan gallega–, la sudorosa Libertad que saca pecho y guía al pueblo según Delacroix, y las bellas y distendidas amigas de Modigliani nunca necesitaron sacarse los pelos para posar una vez y entrar en los museos para siempre. Y tampoco nadie puso una curita negra ahí.
Quiero decir, volviendo a Rita y mi mamá pasando por la Mangano, que en aquel momento, esos demonizados pelos axilares, avalados por el cine, también podían tirar con eficacia –a comparación de los otros, los clásicos, que sabemos bien pueden a una yunta de bueyes– o al menos no inhibían ni mucho menos el trabajo a destajo de la libido protoadolescente. En un mundo de reprimida clase media que diferenciaba absolutamente los modos y circunstancias de exhibición pública y privada de un cuerpo segmentado mucho más analíticamente que ahora, los bellos vellos funcionaban al revés de hoy, o sea: eran sobre todo pelos en un pliegue femenino, el único recoveco accesible a la mirada y en grado aún restringido. El pensamiento analógico hacía el resto.


Tener o no tener tupé

Por Moira Soto

Las cabelleras femeninas acicaladas, las barbas masculinas que indican madurez y responsabilidad, la calvicie para todos al cabo del tiempo o como metáfora de la ocasión, que hay que aprovechar sin más, el pelo en el pecho haciendo las veces de signo inequívoco de virilidad, están presentes en ese compendio de citas literarias (algunas ligeramente modificadas) y de la presunta sabiduría popular que viene a ser el refranero español.
Empecemos por la parte que nos toca como criaturas inexorablemente frívolas, frágiles, siempre necesitadas de guía y control (masculinos): “Cabellos y cantar no cumplen ajuar”, en otras palabras, que las casaderas que invierten tiempo en arreglar sus cabellos, y encima, cantan por pura diversión, seguro que no son suficientemente hacendosas ni recomendables como futuras esposas. Ahora bien, si se trata de casadas con maridos distraídos o ausentes, “Mal anda el huso cuando la barba anda de suso”, porque si no son vigiladas, las mujeres no cumplen debidamente con su obligación de hilar. Para esposo guardián y mentor, nada mejor que un señor mayor: “Antes barba blanca para tu hija que muchacho de crencha partida”, o lo que es más o menos lo mismo: “A poca barba, poca vergüenza”. Siempre prestigiosa, “Barba pone mesa, que no pierna tiesa” (el hombre cabal que provee a su familia contrapuesto al inútil indolente, que no mueve ni una pierna, no hace un pito). Pero no basta una buena barba, porque para ser “Hombre de hecho, pelo en pecho”, y así aunar cualidades morales y físicas.
“Hazme la barba, hacerte he el copete”, es un proverbio que promueve la ayuda mutua y solidaria. Mientras que “Cuando la barba de tu vecino viera pelar, echa la tuya a remojar”, nos induce a escarmentar con lo que les sucede a otros, y ser entonces más cuidadosos/as. Pero los pelos grises en el rostro masculino pueden provocar codicia, porque “A barbas con dinero, honras hacen los caballeros”. Esto, claro, si se trata de barbas acaudaladas de las que se puede esperar herencia. Aunque mejor seguir este ejemplo: “Canta la rana y no tiene ni pelo ni lana”, es decir se banca la pobreza y tan contenta.
Entre una pelambre tupida y el cuero cabelludo desnudo, debe haber –en el sentido figurado que cultivan los refranes– un razonable término medio: “Ni tanto ni tan calvo que se le vean los sesos”. Aunque, de todos modos, “Al cabo de cien años todos seremos clavos”, porque habremos muerto sin remedio. Y no sólo “A la ocasión la pintan calva”, a la muerte también: “Calvo vendrá el que calvo me hará”.
Los pelos de las personas, se sabe, pueden ser secos, grasos, opacos, lacios, rizados, estar florecidos, o reemplazarse por tupés, gatos o bisoñés. Pero siempre, por más fino que sea, “Cada cabello hace su sombra en el suelo” (para significar que no hay que despreciar ninguna cosa, por más insignificante que sea). A veces, se suele mirar con indiferencia la desgracia ajena, al punto que “Mal ajeno de pelo cuelga”, así de frágil es la situación de muchos. Quizás porque siempre “De la risa al duelo, sólo hay un pelo”.


Y yo con estas mechas...

Por Marta Dillon

Tengo el pelo ondulado. Puede sonar a afirmación anodina, insípida o vulgar, si no fuera porque uno de mis primeros recuerdos son dos lagrimones gordos y pesados que rodaban por mis mejillas cuando mi madre intentaba pasar el peine por esa mata de rulos que defiendo desde que tengo memoria de, por ejemplo, los intentos de mi padre por cercenarla. No es prolijo tener el pelo enrulado, no se puede usar flequillo, como lo usaban mis compañeras de jardín, no se puede usarlo suelto, como desea toda niña que se precie apenas tiene conciencia de su capacidad de seducción. Una no sabe cómo va a amanecer el pelo ondulado después de haberlo domado convenientemente gracias a los productos de última generación que prometen mucho y cumplen poco y aún así una gasta medio sueldo en ellos para que su efecto dure lo que una toca en lluvia. ¿Toca? ¿alguien se acuerda qué es la toca? Yo sí, se los puedo asegurar. Recuerdo dormir con un rulero grande como mi cabeza apenas cumplía los diez años sólo para que el lacio me dure hasta diez minutos antes de comenzado el asalto (esa fiesta en la que los varones aportaban la bebida y las chicas la comida). Recuerdo también la primera vez que pasé la noche con un muchacho y la desesperación antes del amanecer por correr al baño y ver en qué estado había quedado mi pelo después del revolcón nocturno y con la luz apagada. “Tiene el pelo muy ondulado”, la escuché decir una vez a la esposa de mi papá con la nariz fruncida como si oliera gases non sanctos en una peluquería en la que pasé diez horas diez sólo para que a los tres días el planchado se haya convertido en unas chusas quemadas ¡y onduladas! Sólo las personas como yo sabemos fehacientemente que lo que mata es la humedad y no por el dolor de huesos. Sólo las personas como yo tenemos claro el desprecio que despiertan esas otras de pelos lacios como cortinas de metal que dicen mentirosamente envidiar el volumen de las cabelleras onduladas. ¡Y yo que creía que con el punk había llegado mi liberación! Era apenas una adolescente cuando empecé a mutilar mis crines en busca de una cresta adecuada con sendos costados rapados cuando noté, que además de ondulado, mi pelo era suficientemente abundante como para hacer un picnic sobre lo que debía ser una cresta inhiesta y puntiaguda. Y la ondulación no termina en la cabeza, qué va. Se extiende como alfombra por mis partes, pudendas o no, no cede ni al decolorante, ni a la liberación femenina, mucho menos a los encuentros íntimos en los que todo lo que una ha ganado en afirmación personal, autoestima, autonomía y muchos etcéteras se acaba cuando ves al muchacho en cuestión hurgando entre las piernas y reclamando el machete para poder llegar a algún claro que le indique dónde debe hacer lo que debe (o quiere, en el mejor de los casos). De niña solía envidiar tanto a quienes tenían el pelo lacio que me enamoraba sin remedio de esos niños de flequillo y corte taza, soñando con besarles, aunque sea una vez, esa cortina de pelos que buscan el piso siguiendo la ley de gravedad, no como los míos, rebeldes, ingobernables, buscando el cielo como si se alimentaran por fotosíntesis condenándome al recogido que todos dicen que me queda tan bien y que yo detesto porque una también exige el derecho que le fue negado: a salir de la pileta sin preocuparse, a hacerse la permanente si le viene en gana, a cortárselo sin parecer una oveja, a caminar bajo la lluvia sin lamentarse por el producto invertido (y arruinado). De grande he aprendido la resignación y el encanto de parecer una leona, a disfrutar de cómo cae mi pelo cuando pasan siete días sin lavármelo (sí, y qué) y a enamorarme de muchachos de pelos tan crespos como el mío y fundir las melenas en la almohada convertida en bosque, vergel, selva amazónica de la que es fácil agarrarse cuando, afortunadamente, todo es olvido, alivio, y por qué no, resignación.



Memoria emotiva

Por Mariana Enriquez

La última novela de Jeffrey Eugenides, Middlesex, tiene varios momentos que rozan la maestría. Pero el más emocionante en referencia al tema que nos atiene es su clamor a las deidades menores: “¡Háblame, Musa, de las griegas que lucharon contra el vello antiestético!”, escribe Eugenides. “¡Háblame de las pinzas de las cejas y las cremas depilatorias! ¡Del agua oxigenada y la crema de abeja! ¡Háblame de cómo la antiestética pelusilla negra, igual que las legiones persas de Darío, se extiende sobre el territorio aqueo de muchachas apenas adolescentes!”
No tengo ascendencia griega, pero igual que las mujeres de tan glorioso pueblo pertenezco al Continente del Vello. Mis ancestros son oriundos de las regiones más pilosas de España e Italia. Y mi lucha contra el vello ha sido constante desde la más tierna edad; si tuviera que usar la memoria emotiva para llorar, como una actriz del Actor’s Studio, recurriría al olor de la cera, y al dolor del tirón impiadoso, leve en las piernas, grave en las axilas, casi insoportable sobre los labios, por completo inaguantable en las partes íntimas.
Dirán que siempre es posible recurrir a la maquinita de afeitar, pero no es recomendable. Es del todo cierto que luego el pelo crece más áspero y puntiagudo, y merced la gillette el Monte de Venus semeja un campo de ortigas. Depilarse sola, que siempre es menos sufrido, resulta tremendamente incómodo y humillante. Hay que recurrir siempre, en última instancia, a los servicios de La Depiladora, ese personaje que puede ser una bendición o un monstruo. Ya he encontrado a una profesional eficiente, que sabe cuáles son las cremas a aplicar después, es piadosa y no da charla. Pero una vez caí en garras de un Monstruo. Un ser tan malvado que, por largo tiempo, disfruté de mis largas crines y hasta juré que jamás volvería a luchar contra la naturaleza.
Mi encuentro con el Monstruo ocurrió un verano. No sé por qué decidí hacerme un cavado total; quizás pasaba por una etapa de buen humor, y había olvidado cuánto detesto usar malla. El monstruo comenzó a aplicar la cera, que estaba en temperatura de lava, en todas mis partes íntimas. Y la extendía tan cerca de las zonas más sensibles que, temí, en el tirón podía perder mis labios mayores y mi clítoris. Los imaginé pendiendo de la cinta de cera; vi al Monstruo relamiéndose porque me había privado de mis órganos del placer. No ocurrió, por poco. Pero el Monstruo, guaso y brutal, me esparció alcohol post-depilación con un áspero algodón de pésima calidad. Eso no fue lo peor. Lo realmente dañino fue que derramó el alcohol por toda la zona, penetró entre los labios, y se introdujo por el tracto vaginal, bien profundo. Fue como si John Holmes me hubiera agarrado desprevenida. Traté de preservar algo de mi dignidad, y cometí el fatal error de no asesinarla allí mismo. Sé que ningún juez me hubiera condenado. Volví a casa caminando como sobre un potro, en un grito, y ya sobre el sillón me abrí de piernas y encendí el ventilador para apagar ese incendio, que no era una sana y bella calentura sino algo apto para el Hospital del Quemado. Pensé en demandarla, pero, como es de público conocimiento, los efectos del alcohol se desvanecen con prontitud. Y mi ira menguó. Pero no lo olvidé. Ahora entro al cuartito de cada depiladora con recelo y con la secreta esperanza de que, algún día, haya un regreso a lo tribal y natural, un movimiento mundial de liberación que imponga la obligación de lucir con orgullo el vello. Sueño con el glamour del bozo, la sensualidad de andróginas piernas peludas, el fetichismo de una axila poblada. Hasta entonces, sufriré. No soy tan rica como para recaer en soluciones tecnológicas extremas como la depilación definitiva.



La regresión

Por Daniel Link

Siempre nos dijeron que el futuro de la raza es calvo. O que venimos de la pilosidad animal (éramos primates), pero vamos hacia la estilización propia de los alienígenas de todos los tiempos –delgados, de voz átona y calma (o, en el mejor de los casos, inexistente: comunicación telepática) y sin un solo pelo en toda su morfología.
Después de los 30, naturalmente, esa predicción se nos revela como una fantasía cruel. Una mañana despertamos y somos Chewbaca: pelos en la nariz, en las orejas, las cejas diabólicas de Natán Pinzón, la espalda como un tapiz de pelo de foca. Los gordos caen irremediablemente en la categoría (simpática) de “oso”. A los flacos, nos dicen, ni siquiera esa bondad se les reserva: “Vos no sos oso, sos nutria”. Qué escándalo.
¿Qué nos pasó? ¿En qué momento de nuestra historia hormonal y por qué secretas causas se impuso el gen regresivo que nos vuelve de nuevo gorilas, orangutanes, mandriles (eso, los que se salvan de los pelos en los glúteos)? ¿Y por qué nos mintieron tanto?
Lo peor es la expectativa de futuro: trenzarse los pelos de las orejas, o someterse hasta las lágrimas a la canallesca pinza de depilar; adoptar esos horrendos adminículos rotativos que roen los folículos nasales, o dejarse un bigote nietzscheano. Ir a la playa con remera, o pasar antes por la cámara de tortura de la cera negra. No hay salvación alguna.
Ignoro cuánto sufren las mujeres sus excesos pilosos. Aun aquellas que portan pelos alrededor de sus pezones (las he conocido), es seguro que han adoptado ese designio de los dioses como una segunda naturaleza. Pero para los hombres no es así, porque la exposición del animal que llevábamos dentro sobreviene de pronto, y a avanzada edad, cuando deberíamos preocuparnos por cosas mucho más importantes como la flaccidez de nuestros abdómenes y la pérdida de tonicidad muscular. ¿Pero para qué ir al gimnasio, para qué correr por los parques, para qué comprarse ropa o leer libros difíciles, para qué hacer dietas bajas en colesterol, si a la hora de la verdad, es decir a la mañana, la persona que amamos (o, por lo menos, deseamos) se despertará de su sueño profundo y encontrará a su lado una masa informe de pelos, una oreja de otros tiempos, un hocico, una espalda vencida que secreta alambres? Eso se llama bestialismo.
Cuando se habla de “disfunción eréctil” debería entenderse esto y sólo esto: el modo en el que, tristemente y fuera de toda dignidad, el homo erectus retrocede al árbol, la caverna, aquellas lianas, estos infames pelos fuera de control y de contexto.



La aventura del hombre

Por Claudio Zeiger

Puede llegar a ser el pelo el problema más grave, la obsesión fija y lacerante, el secreto más secreto y oscuro, la razón de ser en la vida de un hombre?
Sí.
¿Puede secretamente un hombre llegar a desear quedarse pelado de una buena vez para evitarse la torturante muerte lenta?
Sí.
¿Puede un hombre negar la realidad, no ver cómo Ellos se van quedando por el camino, por los intersticios, los agujeritos, cómo caen uno aquí y otro allá sobre el teclado o el libro o adentro de la sopa, y seguir como si nada creyendo que nada va a pasar, que no va a ser para tanto, hasta que alguien sensato se anima a ponerlo frente a la realidad?
Puede.
Y sin embargo, no hay hombre que vaya a tomar el toro por las astas, salvo que sea alguien muy consciente del tema. En un reciente documental sobre la calvicie presentado por Pancho Ibáñez, un hombre contó que se había decidido a usar un bisoñé a muy temprana edad porque veía que lo suyo era irremediable. Claro, era peluquero. Una vez leí algo que me impresionó: un psicoanalista contaba que tenía un paciente muy enroscado, muy conflictuado, y que él, el analista, un día se dio cuenta: el único problema real, de peso, que tenía su paciente, era que se estaba quedando pelado. En un gesto de grandeza, en vez de seguir interpretando sus sueños, el psicoanalista le recomendó hacer un tratamiento.
El hombre común y corriente, probablemente, deje pasar años y años sufriendo en silencio, retorciéndose, mirándose la cabeza desde distintos ángulos en el tríptico de espejos del baño hasta que se decide a “hacer algo”. Y hacer algo es generalmente tomar esa medida tan masculina –tan estúpida y enternecedoramente masculina– de raparse para tapar la calvicie con la propia calva.
Quedarse pelado lleva años. No quedarse pelado lleva toda la vida. Y ni siquiera con eso alcanza, ya que controlado el tema de arriba, recién si despunta la tremebunda relación del hombre con su pelo. Hasta ahora sólo se habló de los pelos de la cabeza, y hay más, mucho más de la cabeza para abajo.
Hay que decirlo aunque sea desagradable: a medida que ralean arriba, hay pelos que empiezan a aflorar en recovecos, cavidades y zonas inhóspitas. El ejemplo más temido, señal de irreversible edad avanzada, son los pelos en las orejas (si blancos, más jurásicos), pero no son tan frecuentes mientras el hombre se mantiene entre la juventud y una madurez, digamos, sensata. Sí son frecuentes en las cejas (los diablitos) y en el cuerpo, pero en calidad de pelo solitario, un tanto ridículo, apartado, excesivamente largo o retorcido (pelo de panza: ni vello ni pendejo, como dice un chiste). Acerca del vello púbico/ vello axilar/ pelo en pecho: están allí desde la pubertad, más o menos abundante según la naturaleza. Pero el hombre un día toma conciencia de que esa clase de pelo o vello también puede ser recortado (o depilado, en fin). Podría llamarse a este fenómeno “conciencia capilar” y en verdad es la toma de conciencia de que el pelo es el reino del capricho, la arbitrariedad, el descontrol y la ofensa.
El pelo no es sólo fuente de tortura psíquica para el hombre. También tiene que ver con el disfrute de habernos convertido en consumidores de productos cosméticos (gel, tintura, champú, etc.) y de cortes de pelo. Cortarse el pelo es un rito y una fuente de placer inconmensurable y el peluquero es la única persona que debiera merecer fidelidad absoluta. La barba y el bigote son bien representativos de esta relación del pelo con la libertad. Es en el pelo donde el hombre de hoy ha ido ejerciendo su hace poco conquistada liberación cosmética, pero su emblema es la barba candado, que de marca estética por excelencia se ha convertido en símbolo de cierto estatus trucho. Aunque ahora sea mal visto, el candadito hizo su humilde aporte a la lucha por la liberación masculina, la larga batallapor relajarse y gozar un poco. Fue moda, frivolidad y desafío. ¿Qué hombre, alguna vez, no se dejó el candadito para probar?
Hasta hace unas décadas, hasta los años setenta, todo era bastante obvio. El horroroso bigote sólo era de bancarios y sindicalistas malos; el pelo largo acompañado de barba larga, cosa de rebeldes tercermundistas, el pelo cortito de futuros abogados garcas. Cantó Baglietto: “Ya no hay un pelo largo/ todos parecen soldados”, pero unos años después el rapado empezó a significar algo muy distinto –de orden estético y apolítico, salvo en los anacrónicos skinheads– y la colimba pasó a ser optativa.
No hay que dejar una imagen tan complicada del problema. Seamos modernos. Desdramaticemos. El hombre puede ejercer su ganada libertad en el pelo e inclusive contra el pelo. El hombre es igual que la mujer: cuando quiere ver un cambio visible y rápido, se la agarra con el pelo. Bien cabe aquí el gran pensamiento de Ringo Bonavena acerca de que “la experiencia es un peine que te dan cuando te quedás pelado”. Pero es como todo en la vida: disfruta el momento. Disfruta de tu pelo, tu barba, tu bello vello... mientras lo tengas, claro está.

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