Viernes, 27 de febrero de 2015 | Hoy
INTERNACIONALES Desde que su patria, Sierra Leona, una de las más pobres del mundo, se vio envuelta en una guerra civil sin tregua que dejó 200 mil muertes y más de 2 millones de desplazadxs, Zainab Bangura trabaja por visibilizar la violencia sexual contra las mujeres y las niñas en los conflictos armados, asistir a las víctimas, pelear contra la impunidad y generar conciencia de que es inaceptable seguir considerando la violación como un componente inherente a los conflictos armados. El rol de la Argentina en la agenda internacional y las devastadoras consecuencias para las víctimas.
Por Sol Prieto
Desde Nueva York
“El cuerpo muerto de una rata vale más que el de una mujer”, le dijo una vez una señora en la República Democrática del Congo a Zainab Bangura, la representante especial del secretario general de Naciones Unidas sobre violencia sexual en contextos de conflicto armado. “Su dolor me acompaña todos los días”, dice Bangura en una oficina en el piso 31 del edificio de Naciones Unidas de Nueva York, desde donde se ven los techos de los autos nevados que pasan por la Primera Avenida. Tiene la voz gruesa y seca, y marca mucho las palabras y las pausas, como poniendo cada coma y cada punto en el lugar en el que van. Tiene el pelo tapado por un pañuelo fucsia que le hace juego con el chal. Está vestida como se visten las mujeres que viven en comunidades tradicionales en los países de Africa subsahariana.
Bangura nació en un pueblo rural del norte de Sierra Leona, el décimo país más pobre del mundo. En la década del ’90, su país se vio sacudido por una guerra civil, cuando el Frente Revolucionario Unido, integrado mayoritariamente por miembros de la etnia temne, enfrentó a las fuerzas armadas nacionales para derrocar al gobierno. En esa guerra civil murieron 200 mil personas. Dos millones y medio, huyendo del conflicto, se desplazaron y refugiaron en otros países. Miles de niños fueron explotados como “niños-soldados”. Más de la mitad de las mujeres y las niñas fueron víctimas de formas extremas de violencia y la violación fue usada como un arma de guerra. Sin embargo, como ocurre en la mayoría de las situaciones de conflicto armado, las masivas violaciones y las distintas formas de violencia sexual y sexista que destrozaron los proyectos de vida de miles de mujeres y niñas durante la guerra civil en Sierra Leona, fueron invisibilizadas, y los perpetradores de esos crímenes de guerra y lesa humanidad no rindieron cuentas ante la Justicia.
¿Cuál fue el camino que la llevó a enfocar su trabajo en el problema de la violencia sexual en contextos de conflicto armado?
–Mi país sufrió uno de los conflictos africanos más brutales. Se cometieron crímenes atroces, nos enfrentamos al terrible y humillante uso de las violaciones a mujeres y niñas como arma de guerra, a violaciones grupales como táctica de amedrentar al enemigo, a mujeres y niñas sometidas a esclavitud sexual o condenadas a matrimonios forzados. Estos crímenes afectaron a más de 65 mil mujeres. Estuve muy involucrada en la documentación de estas atrocidades, poniéndolas ante los ojos del mundo, y asegurándome de que los perpetradores fueran juzgados y las víctimas recibieran los servicios que necesitaban.
¿Y cómo fue que se involucró?
–Empecé como una activista de los derechos de las mujeres por mi contexto y mi historia, por el lugar de donde vengo. Nací en un país donde las mujeres no teníamos derechos. Por el solo hecho de nacer mujer no podías tener propiedades, por ejemplo. Ahí empecé. Y cuando llegó la guerra civil, me concentré en mostrar cómo la guerra afecta a las mujeres.
¿Cómo era la situación de los derechos humanos de las mujeres en Sierra Leona cuando usted comenzó con su activismo?
–Como en la mayoría de los países africanos en ese momento, en los ’70, la situación era muy difícil e injusta para las mujeres. Sierra Leona tenía un sistema político y normativo complejo, ya que, por un lado, existía una Constitución que respetaba ciertos derechos liberales pero, por otro lado, reconocía la vigencia de las leyes tradicionales y religiosas, particularmente leyes islámicas. Entonces, en cuanto a los derechos de las mujeres sobre la herencia, la custodia de los niños o los derechos de propiedad, las mujeres tenían derechos totalmente limitados por las leyes tradicionales y religiosas. Creo que por eso empecé a participar. Yo misma vengo de un sector tradicional de la sociedad. Yo también era musulmana y eso implicaba que mis derechos fueran muy limitados.
¿Cómo es la situación ahora, comparada con la década del ’70?
–Ha cambiado dramáticamente desde que terminó la guerra. El país después de la guerra no sólo firmó y luego ratificó varias convenciones internacionales y regionales, relacionadas con los derechos de las mujeres y los derechos civiles, sino que también modificó las leyes nacionales de cara a reflejar el momento mundial. Tenemos, por ejemplo, una agenda que tiene que ver con la herencia, la custodia de los chicos, los derechos de propiedad y el divorcio. Actualmente no importa de dónde venís, no importa si sos musulmana, o si pertenecés a una determinada etnia, o si integrás una comunidad tradicional, porque los derechos son los mismos para todas.
¿Por qué este problema se volvió importante en términos de transformarse en un tema de la agenda multilateral y de políticas nacionales?
–Hasta años recientes, las violaciones cometidas contra las mujeres en las guerras o los conflictos armados sólo eran un problema de las víctimas. Quienes escribieron la historia, nunca vieron esta horrenda violación de los derechos humanos de las mujeres como algo importante. El mejor ejemplo de esto es el Holocausto. Aquellos que escribieron la historia del Holocausto, nunca mencionaron la palabra “violación”. Setenta años después del Holocausto, todo el mundo reconoce que hubo violaciones masivas. La historia del Holocausto, como la historia de todas las guerras, fue escrita por combatientes y políticos. Todos ellos, en su mayoría abrumadora, varones. Esa es la razón por la cual este crimen de guerra permanecía invisibilizado y nunca se lo mencionaba. Tomó mucho tiempo y militancia de las mujeres en la política y en la Justicia para poner estas cosas arriba de la mesa. Si este problema hoy es parte de la agenda del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, si es parte de la agenda de la seguridad y la paz internacionales, es porque hubo grupos de mujeres en todo el mundo que activamente denunciaron los crímenes de violencia sexual.
¿Cómo ha avanzado este tema en la agenda internacional?
–En la última década ha habido un progreso para terminar con la violencia sexual contra las mujeres y las niñas en las situaciones de conflicto, mayor que en el resto de la historia de la humanidad. Hoy mismo, mientras estamos hablando, este problema forma parte de la agenda del Consejo de Seguridad, está incluido en los juicios llevados adelante por tribunales internacionales, como el de Ruanda o la ex Yugoslavia, y en la Corte Penal Internacional, y se discute en el nivel más alto de la diplomacia. Adonde quiera que vayas, vas a encontrarte con gente hablando de la violencia sexual en los contextos de conflicto. ¡Hasta el Papa habla de la violencia sexual! Logramos instalar el tema. Lo que ahora queremos es traducir este avance en una protección real de las víctimas y la prevención de estos crímenes.
¿Cuáles han sido y cuáles son los principales obstáculos?
–Las sobrevivientes de violencia sexual aun ponen en riesgo sus vidas si deciden denunciar el crimen del que han sido víctimas o a sus perpetradores. Las víctimas saben que tendrán que lidiar con el estigma social y crueles formas de discriminación o exclusión en sus comunidades si deciden reportar este crimen. Entonces, el nivel de crímenes no reportados es altísimo. Esto dificulta planificar las acciones, conseguir los recursos y asistir a las víctimas. Porque si no sabés quiénes fueron violadas, dónde y cómo, no las podés ayudar. El segundo problema es el desafío de traducir la legislación internacional en soluciones reales, particularmente en lo que tiene que ver con la prevención, la respuesta inmediata, la protección y la reparación a las víctimas. Esto significa que, aunque distintas resoluciones hayan sido adoptadas o aprobadas por la Asamblea General, aunque la mayoría de los Estados hayan signado o ratificado los instrumentos de derecho internacional o se vean obligados a cumplir con las resoluciones vinculantes del Consejo de Seguridad, frecuentemente los países en los que se cometieron estos crímenes no pueden o no quieren cumplir con lo que las recomendaciones o decisiones de Naciones Unidas y el derecho internacional implica. El tercer desafío es que en la mayoría de los países que se encuentran en situaciones de conflicto, justamente allí, resulta muy difícil promover que emprendan acciones para reparar los crímenes cometidos y que los perpetradores rindan cuenta ante la Justicia. A nivel social se agrega el grave problema al que me refería antes: la vergüenza que se hace recaer sobre las mujeres que fueron víctimas de violencia sexual –especialmente violación– y la discriminación comunitaria a la que se las somete, en tanto se culpabiliza a las propias víctimas de la violación sufrida y de un modo tan complejo que lleva a que las mujeres víctimas lleguen a pensar “quizá fui yo la que lo generó”. La violación es un crimen en el cual, sistemáticamente, se ha hecho a las víctimas sentirse culpables. Por ello se vuelve muy difícil tratar este problema: no podés juzgar a los perpetradores porque no llega la denuncia del crimen a la Justicia, no podés reparar a las víctimas o asistirlas si la propia persona que fue violada no puede decir que fue violada.
¿Podría describir de qué modo la violencia sexual en general, y la violación en particular, en situaciones de conflicto armado tiene consecuencias para toda la sociedad?
–La violación, cuando se ejerce sistemáticamente en un contexto de conflicto, está vinculada directamente con la discriminación estructural contra las mujeres y el control patriarcal sobre sus vidas. La violencia sexual, no sólo como amenaza sino como práctica reiterada en las situaciones de conflicto, hace muy difícil que las mujeres se comprometan en la vida social y económica de su sociedad. Su propia vida cotidiana está signada por el temor de ser violadas. Por ejemplo, no pueden salir a buscar agua o a hacer las compras porque temen que las violen. Este temor las afecta a la hora de comprometerse políticamente, porque tienen miedo de que les pase lo que les pasó en Egipto: había mujeres participando de una manifestación y las violaron masivamente.
Una vez terminado el conflicto armado, ¿cuáles son las consecuencias sociales más frecuentes de la violencia sexual?
–Primero, el estigma de la violación cambia sus vidas por completo. Además, en la mayoría de los casos, las mujeres que son violadas quedan embarazadas y esto trae consecuencias devastadoras para su salud reproductiva, porque generalmente desarrollan fístula, lo cual les genera muchísimos problemas durante el embarazo y el parto. Una vez que quedan embarazadas, además, estas mujeres son abandonadas por sus familias y sus maridos. En los países árabes, por ejemplo, nadie se quiere casar con una mujer que fue violada. A partir de ese momento, estos problemas llevan a las mujeres a vivir en condiciones de pobreza, privación y exclusión. Las mujeres violadas son personas con las que la sociedad no quiere lidiar. En el tiempo que llevo en este trabajo, lo que he visto es que el incremento de las violaciones durante las guerras o en los conflictos armados lleva a un incremento de la feminización de la pobreza, especialmente en los países en situaciones postconflicto. Por tanto, las mujeres víctimas de violaciones se quedan sin derechos, sin bienes, y viven en la pobreza por el resto de sus vidas.
Usted enfatizó varias veces en sus discursos y trabajos que la violación en el marco de los conflictos armados es un crimen de guerra. ¿Hay conciencia en la comunidad internacional acerca de esto?
–La violación en conflictos armados ya es considerada como un crimen de guerra en el derecho internacional. Es el status que tiene en los tribunales penales internacionales. El problema es el juzgamiento efectivo de estos crímenes. Cuando este crimen es cometido, quien sea que lo cometa, tiene que ser condenado. Por eso seguimos todo el tiempo recordándole a la gente que éste es un crimen de guerra, para castigar a los que lo cometen. Es una tarea que debemos profundizar.
¿Por qué cree usted que no se castiga?
–En el fondo es un problema de imperio de la ley. En la mayoría de los países en conflicto, las instituciones vinculadas con el cumplimiento de la ley –policía, cortes– entran en estado de excepción o nunca funcionaron efectivamente como garantes del Estado de Derecho. Entonces, los actores encargados de hacer cumplir la ley no están presentes y la ley se convierte en una abstracción, simplemente porque no hay orden, ni ley.
¿Qué relación puede existir entre violencia sexual y genocidio?
–Al cometer crímenes de violencia sexual, se puede también cometer un acto de genocidio. Si la intención cuando perpetrás actos de violencia sexual es destruir una etnia o un grupo religioso como totalidad, ése es un acto de genocidio. Fue lo que sucedió en la ex Yugoslavia. Si la violencia sexual es usada para cambiar una etnicidad o decir “acá hay un grupo religioso que yo no quiero que esté y entonces la única forma que tengo de destruirlos o hacer que dejen esta área es violando a sus mujeres masivamente”, eso constituye genocidio. Al igual que si creás las condiciones para que un grupo no se pueda reproducir.
¿Cómo evalúa las posiciones de la Argentina en el tratamiento de este tema?
–La Argentina ha tenido un rol muy constructivo en el liderazgo regional y multilateral sobre esta agenda. La representante permanente de la Argentina ante Naciones Unidas, Marita Perceval, ha organizado distintas reuniones con países de América latina y el Caribe, y otras regiones y actores clave, para reforzar la visibilización de la violencia sexual y de género en la agenda de paz y seguridad internacionales. Mientras la Argentina fue miembro del Consejo de Seguridad, durante los últimos dos años, fue extremadamente solidaria con nuestras demandas y fijó posiciones muy progresistas sobre el vínculo entre igualdad y autonomía de las mujeres, empoderamiento y participación en los procesos de prevención de conflictos, durante los conflictos y en las situaciones postconflicto, la prevención de todas las formas de violencia contra las mujeres y las niñas, la lucha contra la impunidad y mecanismos adecuados de protección de las víctimas. Y creo que nos queda hacia adelante un camino prometedor de acciones comunes.
Por último, ¿hay algo que usted haya visto o escuchado como representante especial del secretario general sobre violencia sexual en contextos de conflicto armado y como activista en Sierra Leona que quiera compartir con nosotros?
–Una y otra vez he visto a las mujeres sufrir el dolor y la devastación de una guerra que nunca quisieron ni empezaron. Todas las guerras fueron empezadas por hombres. Pero las mujeres son las que son violadas, degradadas, humilladas: son aquellas cuyas propiedades son destruidas. Varias veces me he preguntado a mí misma cómo podemos producir una visión alternativa de las mujeres a la hora de pensar la política: las mujeres no piensan en la guerra. Las mujeres producen bebés, construyen países, dan vida. Son los hombres los que piensan en la guerra. Una vez, después de una violación masiva en el Congo, una mujer me dijo que “el cuerpo muerto de una rata vale más que el de una mujer”. Otra mujer en Sudán del Sur me dijo: “No se trata sólo de la violación. Se trata de destruir tu dignidad. Ese es el dolor que te destruye como ser humano”. Y yo cargo ese dolor todos los días de mi vida. Es lo más difícil. En Sudán del Sur, en Somalia, en Siria, en el Líbano, en Irak... Voy a los campos de refugiados y escucho a las mujeres, contándome sus historias. Son siempre la misma historia.
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