Vie 20.03.2015
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INTERNACIONALES

La mitad de las tormentas

Si la revolución maoísta intentó revertir la ancestral discriminación de las mujeres en China con la frase “la mujer sostiene la mitad del cielo”, los pocos avances conseguidos se han ido diluyendo con las reformas promercado y el complejo entramado social y cultural en un territorio superpoblado. La socióloga Letta Hong Fincher describe, a partir de cientos de testimonios, en su libro Leftover Women: The Resurgence of Gender Inequality in China (Las mujeres de sobra: el resurgimiento de la desigualdad de género en China), cómo aquella mitad del cielo que sostienen las mujeres se ha convertido en la más tormentosa.

› Por Marcelo Justo

“La mujer sostiene la mitad del cielo.” La frase de Mao Tse Dong marcó el rumbo de la lucha contra la ancestral discriminación de la mujer, ejemplificada en la costumbre de vendar los pies de las niñas para que no crecieran y fueran más atractivas para el hombre. La consigna se reflejó en la publicidad revolucionaria de la época, con posters de ingenieras, médicas y astronautas que mostraban a las mujeres trabajando a la par del hombre en el campo y la ciudad. La participación laboral femenina durante el maoísmo llegó a ser del 90 por ciento, aunque la igualdad no se extendió al hogar: después del trabajo la mujer tenía que encargarse de la casa.

La situación ha cambiado con las reformas promercado lanzadas en los ’80 y la emergencia de China como potencia global. La socióloga Letta Hong Fincher, autora de Leftover Women: The Resurgence of Gender Inequality in China (Las mujeres de sobra: el resurgimiento de la desigualdad de género en China), señala que una compleja telaraña económica, social y cultural está revirtiendo esta situación. “Hay un mito de que las mujeres se han hecho más independientes económica y socialmente gracias a la mayor riqueza. La realidad es que, si bien las mujeres tienen gran acceso a la educación universitaria, están crecientemente excluidas de ese valor esencial del actual sistema económico-social chino que es la propiedad.”

En su libro usted vincula este fenómeno tan moderno que es la burbuja inmobiliaria en China con prejuicios ancestrales locales respecto de la mujer y ese valor tan fuerte del confucianismo que es la familia.

China hoy vive la burbuja inmobiliaria más grande de la historia. En términos constantes y sonantes son unos 27 billones de dólares, o un 3,3 por ciento de todo el Producto Interno Bruto chino. Es muy difícil que alguien joven pueda comprarse un hogar. Necesitan de la ayuda de los padres y éstos tienden a comprar casas para los hijos más que para las hijas.

La premisa es que la obligación del varón es aportar el hogar matrimonial para la fundación de la familia. Todo esto no se da únicamente de la mano del confucianismo. Hay una ingeniería social impulsada por el Estado que ha puesto en el centro del debate público un oscuro vocablo de escaso uso, “shengnu”, para forzar a las mujeres a casarse pronto.

En 2007 la Federación de la Mujer China rescató este término del anonimato para darle una definición precisa: la mujer que no se había casado a los 27 años. Con el apoyo del Ministerio de Educación que incorporó el término al léxico oficial y de los poderosos medios estatales y privados que los repitieron en artículos, encuestas, caricaturas y editoriales, “shengnu” se convirtió en una nueva categoría social de debate público. En 2011 la Corte Suprema china completó el atenazamiento con una enmienda de la ley de matrimonio que establecía que, en casos de divorcio, la propiedad quedaba enteramente en manos del que figura como titular.

Una de las primeras leyes aprobadas por la revolución maoísta fue la de matrimonio en 1950, que reconocía el derecho a la propiedad de la mujer. Este derecho no presentó muchas dificultades legales por la restricción de la propiedad privada durante las primeras décadas de gobierno comunista, pero con la privatización de la vivienda en 1998 y el boom inmobiliario, el dictamen de la Corte Suprema tiene un impacto muy claro porque la realidad es que los hombres figuran como titulares únicos en un 80 por ciento de los registros de propiedad matrimonial, mientras que las mujeres sólo en un 30 por ciento, en la mayoría como copropietarias.

Con dinero o sin dinero

El libro de Letta Hong Fincher está lleno de casos que demuestran el impacto de esta discriminación. Wu Mei, una exitosa abogada que gana unos 160 mil dólares al año en Beijing, se casó a los 25 años porque “la mayoría de mis amigas se había casado” y a esa edad no “tenía un partido mejor”. Los padres de Wu y ella invirtieron una gran cantidad de dinero en la adquisición del piso matrimonial, pero al casarse Wu dejó que el marido figurara como único titular.

Cinco años después de su casamiento su esposo se había convertido en un abusador crónico y el matrimonio en un infierno. Consciente como abogada de las dificultades que podía plantearle la Justicia china, Wu cortó por lo sano: le dejó al marido la propiedad, que había triplicado para ese entonces su valor, y le pagó unos 16 mil dólares más para que accediera al divorcio.

Otro caso común es el de Zhang Yuan, una publicitaria, que adquirió una propiedad con su marido por unos 30 mil dólares en 2005 y que tomó una pausa de dos años en su carrera cuando nació su hijo. El departamento vale hoy 317.000 dólares, pero lejos de alegrarse por esta rápida cotización de su hogar Zhang se siente amenazada porque en el título de propiedad sólo aparece el nombre del marido.

En su momento Zhang aceptó la norma cultural a pesar de que ella contribuía en partes iguales en los pagos de la hipoteca. El dictamen de la Corte Suprema china la hizo sentir particularmente desprotegida. Más cuando no ha logrado aún reinsertarse laboralmente por las dificultades de un mercado ultracompetitivo al que anualmente ingresan ocho millones de personas. Zhang abordó el tema con su marido, pero éste le contestó que incluirla en el título de propiedad sería muy complicado por todo el papeleo que implicaba. Zhang Yuan no volvió a tocar el tema.

Único hijo

La política del “único hijo” que lanzó China en los ’80, junto al creciente individualismo que disparó la famosa consigna del artífice de la reforma promercado Deng Xiao Ping –“hacerse rico está bien”– resucitó esta discriminación que el maoísmo, con todas sus campañas políticas e ideológicas, no había conseguido erradicar. En unos pocos años la preferencia por el varón se mostró en fenómenos extremos cono el número de niñas asesinadas al nacer (típico de zonas rurales), pero también en la preeminencia que se le da al varón como titular del hogar y la propiedad.

Debe de haber decenas de millones de hijas únicas. ¿Esto no ha cambiado nada?

Las mujeres han ganado en términos de educación. El hecho de ser hijas únicas hace que los padres se esmeren al máximo en este terreno. Pero la preeminencia del varón está tan arraigada que se extiende a la familia extendida.

El caso de Guo Yuan, una manager de ventas en Shanghai, es típico. A los 28 años, hija única, Guo había ahorrado decenas de miles de renminbi desde que había terminado la universidad para cumplir con su sueño de pagar un depósito para una casa. Pero sus padres la persuadieron para que ayudara a un primo. “Mi ‘biao ge’ (primo) tiene 34 años y no puede encontrar esposa. Mis padres pensaron que si lo ayudamos a comprarse una casa, podrá casarse.”

Los padres no la ayudaron a ella con el depósito porque pensaron que, siendo mujer, no necesitaba ser propietaria. En cambio, su primo debía serlo si quería casarse. Guo no sentía ningún tipo de afecto especial por su primo, pero sí un gran deber filial hacia sus padres. No sólo eso. Poco después Guo aceptó la propuesta de casamiento de un hombre que había conocido tres meses antes y declinó un ascenso laboral muy ventajoso, pero que implicaba muchos viajes, porque los hombres no ven bien que las mujeres hagan este tipo de trabajo.

El orgullo masculino tiene que ser protegido por todos los medios: los hombres no tienen que perder cara (“diu lian”, literalmente perder o arrojar a un lado el propio rostro). La propiedad se ha convertido en un significante que define al mismo tiempo la masculinidad y la situación social. Un miembro del Partido Comunista que vende equipos médicos y tiene a los 27 años un excelente salario, Zhang Yin, señala en el libro que se siente un fracaso porque no puede comprar una casa.

“Sin un hogar no soy clase media: soy uno más de la clase trabajadora”, señala.

Esta fuerte simbiosis entre lo cultural, lo social y lo económico perpetúa la tradición. Los padres no sienten la obligación de comprar una casa por una cuestión de género, pero también porque el que termina como titular de la propiedad es el marido: la obligación de los padres respecto de la hija es casarlas “bien”. ¿Qué tiene que aportar el potencial marido para congraciarse con ellos?: una casa.

En los casos en que los padres no siguen la política del “hijo único” porque viven en zonas especiales o pueden pagar las multas que impone el Estado por tener más de un niño, el deber familiar es proveer un hogar a los varones. Shao Li, una manager de ventas de 32 años, tiene dos hermanos, a quienes sus padres les compraron una casa. Su madre no tuvo empacho de decirle a su hija que “ahora que mis hijos están casados y con un hogar propio, siento que he cumplido con todas mis obligaciones”. La hija no formaba parte de sus deberes maternales. Cuando Shao Li tuvo que poner un depósito para su propio hogar en vísperas de su casamiento, los padres no pusieron un centavo.

Esta situación está tan internalizada que a la misma Shao Li le parece perfectamente normal y justa. “Si hubiera sido varón por supuesto mi madre hubiera hallado un medio de comprarme una casa. Pero como soy mujer no lo hizo. Me parece que está bien. Es la tradición en China. Así son las cosas”, dice Shao Li.

El límite de las ideas progresistas

Shang Wen pertenece a los casos de mujeres más afortunadas. Sus padres, profesionales de ideas “avanzadas”, le compraron un departamento en Beijing en 2004 y lo pusieron a su nombre, una decisión que resultó un providencial paraguas protector.

Cinco años más tarde Shang Wen, en medio de un nuevo caso de violencia doméstica, pudo divorciarse sin quedar desprotegida. Hoy, a los 32 años, con un hijo, tiene trabajo y el respaldo de una propiedad que vale unos US$ 150 mil, cinco veces más que lo que pagaron sus padres.

Pero esta familia de ideas avanzadas no la protegió del fantasma denigrado y triste de las “shengnu”. Según ella misma admite, se casó a los 28 años ante el temor de no encontrar marido. “A los 30 se considera que una mujer no puede casarse. Hay mucha presión. Sé que es estúpido, pero una lo siente”, comenta Shang.

El razonamiento de Shang Wen es más sofisticado que el de otras mujeres, pero el resultado es el mismo. En el caso de Guo Yuan, citado previamente, hay una aceptación acrítica de las normas. “La mejor época para casarse es a los 25. Una puede esperar un poco más para tener un hijo, pero no mucho. Mirando todas esas películas occidentales yo no me daba cuenta. Pensaba ¿por qué todo el mundo quiere casarse tan pronto? Ahora cambié. Somos miembros de una sociedad. Es muy difícil que lo que la gente piensa no te influya a menos que seas muy pero muy fuerte y no te importe”, señala Guo.

Yo me quiero casar, ¿y usted?

En 1949 la revolución comunista creó la Federación de la Mujer para promover la liberación femenina. Con las reformas promercado la Federación se ha convertido en una suerte de agencia matrimonial colectiva que podría competir con el famoso programa de Roberto Galán lanzado en 1971 y que sobrevivió hasta bien entrados los ’90 en Argentina.

En las principales ciudades chinas, las autoridades han lanzado grandes eventos para promover el casamiento de “mujeres muy educadas y de alta calidad” que quieran dejar de ser “shengnu” y encontrar “rápida felicidad conyugal”.

Estos eventos masivos están precedidos por una incesante campaña de prensa. Titulares como “Las ocho cosas que puede hacer para salir de la trampa del ‘shengnu’” o “¿Tenemos que simpatizar realmente con las ‘shengnu’?” abonan el terreno para que a cierta edad las mujeres tengan especial prisa y ansiedad por casarse.

Editorialmente hay un particular ensañamiento con las profesionales. “Las chicas bonitas no necesitan educarse para casarse con una familia rica y poderosa, pero las que tienen un aspecto común y corriente tendrán muchas dificultades. Estas chicas se profesionalizan más para incrementar su valor. La tragedia es que no se dan cuenta de que, a medida que las mujeres se hacen más grandes, valen menos, de manera que para cuando obtienen su doctorado son como viejas y amarillentas perlas”, señala un artículo.

En otro artículo les vaticina a las profesionales el destino más aciago en una sociedad grupal y gregaria: la soledad y el aislamiento. “Se creen muy avanzadas porque van a night-clubs para tener una relación de una noche y terminan de amantes de un funcionario o un rico, olvidadas cuando son más grandes.”

Según Letta Hong Fincher, hay una clara sincronía entre estos artículos y la política oficial del Consejo del Estado respecto de un problema crucial para un país con casi 1400 millones de personas: la planificación familiar.

“Poco antes de la definición oficial del “shengnu”, el Consejo lanzó una reforma del programa de planificación familiar para “mejorar la calidad de la población”, una idea basada en la promoción de una calidad genética superior. El Consejo nombró a la Federación como uno de los más importantes ejecutores de esta política”, indicó a Las 12 Letta Hong Fincher.

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