RESCATES
Elena Greenhill 1875-1915
› Por Marisa Avigliano
Una vez más la Historia convierte a una mujer en leyenda para dejarla entrar en el archivo de los nombres propios. Elena Greenhill Blaker, la inglesa patagónica, es epopeya en las orillas frías. Haciendo equilibrio entre el mito construido en la tradición y la crónica de la zorra sin fábula ni uvas, la vida de la bandida Elena todavía se cuenta en la invención de los murmullos: a los diecisiete años, aburrida de ser la hija que limpiaba los trastos de la familia (había llegado al sur chileno desde Yorkshire con madre, padre –un ganadero británico al que le habían prometido hectáreas, bueyes y casa en los confines— y muchos hermanos) cruzó la cordillera y llegó a Choele Choel con un marido veinte años más viejo que tiempo después (tuvieron dos hijos) apareció muerto a pedradas a metros de su casa. La culparon de haber pergeñado aquella muerte y la encerraron, la defendió un joven estudiante de leyes con el que se casó cuando recuperó la libertad. Pero las escarapelas de su celebridad las ganó cuando les bajó los pantalones a un comisario y a su ladero y los obligó a hacer las tareas del hogar. Murió en una emboscada, asesinada por la policía de Chubut, que se amparó en la “ley de fuga”. El prontuario de la mujer que se vestía como hombre se completa con escenas de robo y puntería infalible, “era capaz de acertar un disparo en el alambre del telégrafo”. A Elena, la “Grinil”, como la llamaban en la Patagonia esteparia, se le arrogan romances infieles, cartas perfumadas y disparos siempre certeros. Con estampa de bandolera para la pantalla grande, botas de caña alta, pantalones ajustados y espuelas de plata, Elena cruza el desierto con vademécum clandestino y se instala en el imaginario entre pobladores de lengua ajena, paladares galeses y gauchos. La extranjera linda, la que parecía patrón de estancia cuando montaba, era también la mujer marcada, la perseguida eterna, la ladrona que sabía meterse en tierra de otros para llevarse el ganado. Fue en una revuelta en terreno propio cuando volvía de Telsen, Chubut, con “ganado ajeno” cuando ocurrió el acontecimiento emblema, la razón de su leyenda. Cuentan las voces que aquella noche el comisario que iba a atraparla terminó en calzoncillos lavando los platos sucios. Cuentan también que la Grinil recién lo soltó algunos días después, cuando el policía firmó unos papeles en los que aseguraba que el ganado que lo había visto semidesnudo no había sido robado. La venganza de los uniformes no tardó en llegar; una tarde de marzo cerca de Gan Gan, tierra estaqueada en la meseta chubutense, Elena cayó en una trampa. Resistió una hora a los tiros —como si el Far West de una tarde de series guionara el desenlace— pero cuando estaba herida y desarmada le apuntaron a matar. Esa vez fue otro el comisario que con un disparo en la cabeza finalmente pudo terminar con la inglesa austral y dar en el blanco. Se llamaba Félix Valenciano y fue el mismo que años después formó parte, siendo comisario en Santa Cruz, de la represión y masacre que vivió la Patagonia Trágica. Sin destino seguro para su cadáver (algunos dicen que su hermana lo trasladó a Buenos Aires) el cuerpo de Elena aún hablaba. En su rancho, entre armas y municiones, encontraron un hueco en la pared, una máquina de coser y unos documentos que comprobaban que sus hijos eran dueños de la tierra en la que vivían.
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