SOCIEDAD
De aquí y de allá
Después de veinte años de regirse por una ley conocida trágicamente como Ley Videla –obviamente promulgada durante la dictadura– los migrantes contarán con una regulación nueva que contempla beneficios –incluso amnistía– para quienes llegaron desde países limítrofes. Todavía no está claro qué pasará con quienes viven acá y nacieron en, por ejemplo, Perú. Esta es la historia de Ramona Alvarez, una mujer que llegó de Paraguay cuando era una niña y que ahora lucha por los derechos de quienes construyen su identidad entre aquí y allá.
› Por Florencia Gemetro
Las difusas, múltiples luces del puerto de Rosario se encendían sobre el crepúsculo como un tendal de estrellas que marcaban el sendero hacia la ciudad que Ramona no había conocido ni imaginado siguiendo los relatos de la compañía de Ypucú, un pueblito de supervivencia agrícola ganadera, de pequeñas parcelas ubicadas a ciento veinte kilómetros de la ciudad de Asunción, Paraguay. La pequeña iba y venía sorprendida, quedaba tiesa frente al espectáculo, le decía a la madre la maravilla de estrellas que habían pasado ya, contaba las que faltarían para llegar a destino, la ciudad de Buenos Aires. Con ellas comenzaba el mayor movimiento migratorio de personas latinoamericanas en el país. De su casa se habían ido los hombres, buscando trabajo o cumpliendo con el servicio militar, cuenta Ramona, y ya no había forma de subsistir, tenían que buscar una salida fuera de la compañía, de paso podría comenzar a estudiar de chica, a los ocho o nueve años, a pesar de la usanza de su pueblo en donde las mujeres no estudiaban o lo hacían de grandes. Aunque Ramona ya lleva más de cuarenta años en el país, poco más de treinta desde que consiguió los documentos argentinos –le valió más de diez años en costos y trámites–, para más del millón de latinos residentes en el país recién ahora se promovió una regulación migratoria. Hace una semana, el Gobierno dio a conocer su intención de facilitar la tramitación de los documentos para entre –estimativamente– 600 y 700 mil migrantes de países limítrofes sin papeles. Una medida que se toma cada diez años, y que esta vez debería contemplar la situación de los migrantes del Perú –que no es limítrofe– que han aumentado considerablemente en los últimos años. Para ellas/os recién se reconoce también una legislación migratoria constitucional, hasta hace tan solo tres semanas las migraciones se regulaban bajo la Ley Nacional de Migraciones, promulgada durante la última dictadura militar. Una legislación nacional que obligaba a todos los funcionarios y empleados públicos –jueces, docentes, médicos, etc.– a denunciar a las y los migrantes sin residencia legal y otorgaba facultades absolutas a la Dirección Nacional de Migraciones y a la Policía Auxiliar –Gendarmería Prefectura, Policía Federal y Aeronáutica– para disponer los allanamientos, detenciones y expulsiones de personas sin intervención judicial.
Las largas, burocráticas, demoradas y desesperantes colas que hizo Ramona Alvarez Fleitas durante la dictadura de Onganía para conseguir los papeles, se fueron poniendo cada vez peor, para entonces ya hablaba el yopará –así se nombra también a quienes hablan ese lenguaje cruzado entre un poco de castellano y el resto en guaraní–, no la entendían ni lointentaban, la trataban peor que a sus compatriotas varones, y más aún que a los extranjeros blancos. Que las colas se pusieran cada vez peor significaron años de legislaciones nacionales que pronunciaron el maltrato a migrantes hasta el punto de violar derechos y garantías constitucionales e instrumentos de derechos humanos reconocidos internacionalmente. La más degradante –y una de las leyes que “más efectos sobre las personas tenía”, asegura Diego Morales, abogado del CELS– fue la llamada Ley Videla.
“La sucesión democrática –continúa Morales– puso más requisitos. Los decretos reglamentarios fueron, en algunos casos peores, el 1023 del ‘94 inhabilitaba el ingreso de mujeres en situación de prostitución y de las personas con capacidades diferentes –la corrección política no corre por cuenta del texto de la ley–, las expulsiones a veces se concretaban, otras no, pero una vez realizadas era muy difícil refutarlas. A través de los años el Ejecutivo fue emitiendo decretos peores que la ley, el Legislativo no discutía ningún proyecto nuevo y el Poder Judicial tampoco determinaba la inconstitucionalidad de la vieja ley. Cinco de los artículos que obligaban a los funcionarios y empleados públicos a denunciar la ‘ilegalidad’ atemorizaban a los y las migrantes en ámbitos complejos como la salud, donde se negaba la atención o medicamentos; también negaba derechos constitucionales como trabajar, alojarse, además de los exigentes requisitos para ser legales: altas tazas, aranceles y multas (hubo y hay personas que cumplieron todos los requisitos de familia y trabajo y, sin embargo, no han podido justificar nada –imagine cuánto menos podrían justificar quienes no cumplieran con la institución de la familia nuclear o el empleo formal–) y una política migratoria en continuo cambio determinada por las facultades de la Dirección General de Migraciones. Fue muy difícil estar adentro de la ley, esto fue muy claro durante los veintidós años de democracia en que la gente supervivió a la ley porque estaba afuera de ella.”
Ramona Alvarez Fleitas llegó a la ciudad en una época signada por la industrialización, pero también por el creciente empoderamiento y emancipación femenina, ambas cuestiones se esclarecerían rápidamente. De la industrialización se percataría al ver la cantidad de cúspides de construcciones recientes –y no tanto– que delimitaban el horizonte desde el balcón de la casa de “la señora”; una mujer que, junto a gran parte de la clase media argentina, convocaría a su hermana mayor para las tareas de cama adentro. Y los edificios eran más bien la ilusión y el contraste con aquellas parcelas de casas bajas y esas otras comodidades de una ciudad impensada: la canilla en vez del ycuá, el pozo de aguas turgentes que abastecía a toda la compañía. El agua de la ciudad manaba con solo girar el grifo, la del ycuá había que buscarla lejos, filtrarla con telas de viejos vestidos y conservarla en las orillas de un pozo familiar, al Ypucú no llegaba la industrialización. Sobre las viejas y nuevas conquistas del movimiento de mujeres se iría sumando a partir de su experiencia en el interior de la nueva comunidad paraguaya que la recibía, y por el andar silencioso a través los procesos de desarraigo e integración de un país que le recordaba qué significaba ser mujer, morocha e inmigrante.
Así comenzó a des/animarse a la vida pública, entre la burla, la risa, la sorpresa de “esa parte” de infancia, dice, que rememora como si fuese otra vida, cuando con apenas más de ocho años hablaba el yopará por su madre –ella casi no habló el castellano hasta su muerte–, o cuando veía a las mujeres atentas a los trabajos de la comunidad: “Ellas trabajaban y los hombres ocupaban los puestos”. Y así, en los tiempos en que las paraguayas fueron más solicitadas que los hombres para el empleo doméstico, fue interesándose cada vez más en las condiciones a las que eran sometidas sus compatriotas. Un interés dedicado, años más tarde, a su vocación por la fotografía y la sociología. Socióloga e investigadora,Ramona está cargo de la coordinación del grupo Orerapé, en especial del área mujer. “Ore es nosotros y rapé senda, camino, se trata de las sendas que dejan las migraciones y las que vamos dejando las mujeres”, dice de este equipo interdisciplinario que recrea la historia del pueblo guaraní a partir de la danza, la música, la vestimenta y el idioma, una forma sintética –en el más amplio sentido del término– de combinar nuevas y viejas costumbres o las pautas policulturales que se resignifican en la subjetividad de una existencia en continuo movimiento, sin jerarquías ni roles diferenciados para hombres y mujeres, para nacionales o extranjeros. La suerte de esta flamante investigadora ha sido por diez años -mientras intentaba conseguir sus documentos- la misma de los miles que esperan ya no en silencio si no a través de las múltiples voces que recuerdan que el reconocimiento de lo que les es propio no basta. "Habrá que ir viendo cómo y cuándo se regulan las leyes", concluye Ramona, en tanto el ñandutí -la tela de araña-, las redes, irán indicando el camino.