PERFILES > NADIA VERA
› Por Flor Monfort
Primero fue un nombre y una cara las que ilustraban la noticia: “El fotoperiodista Rubén Espinosa fue brutalmente asesinado junto a cuatro mujeres”, se dijo desde los medios mexicanos, y el mundo recogió la noticia replicando esa cara y ese nombre. El domingo, el fiscal que investiga su muerte aclaró que junto a Espinosa había cuatro mujeres, también muertas de un “tiro de gracia con un arma calibre 9 mm”, y las designó con un número que corresponde a sus edades: 40, 32, 29 y 18. Nada dijo sobre las torturas sexuales a las que fueron sometidas antes de morir, poco sobre sus identidades. Enseguida se empezó a especular con los vínculos, con quién vivía Espinosa, la supuesta fiesta que había habido en su casa antes de los tiros y los movimientos que hubo en el departamento ese 31 de julio. Hasta el cierre de esta edición, sólo se sabe con certeza a quién corresponde el número 32, los años de la activista Nadia Vera al momento de su muerte. De esa tríada en femenino que forman el 40, el 29 y el 18 sólo se labra una silueta, una que a esta altura se puede hacer coincidir con tantas trazadas en suelo mexicano por la violencia que las hace desaparecer en Ciudad Juárez o en La Bestia, también conocido como “tren de la muerte”, sólo por poner dos territorios icónicos de un mapa donde el femicidio y los crímenes de odio son moneda corriente.
Vera era antropóloga egresada de la Universidad Veracruzana, integrante de la Asamblea Estudiantil de Xalapa y formó parte del movimiento #Yosoy132, trabajaba en la Muestra Internacional de Cine y Video Independiente Oftálmica y coordinaba el Festival Internacional de Artes Escénicas Cuatro por Cuatro. En noviembre de 2014 se puso frente a una cámara para alertar al mundo: cualquier cosa que le pasara sería responsabilidad de Javier Duarte Ochoa, el intendente de su Veracruz natal al que venían denunciando con Espinosa desde distintos frentes como el jefe del estado mexicano más peligroso para ejercer la libertad de expresión. Ambxs recibieron amenazas y emigraron al Distrito Federal para sentirse a salvo. Pero hace poco más de dos meses el terror se materializó en una acción concreta: policías de civil atacaron a golpe de machetazos a diez estudiantes y militantes de la universidad de la que Nadia había egresado, algunos eran sus amigxs y todxs ellxs la conocían. Las heridas marcaron los cuerpos a fuego y tanto Nadia como Espinosa creyeron que en la capital del país estarían a salvo. Pero no fue así, y junto a Nadia otros tres cuerpos de mujeres aparecieron sin vida, y después de violentados, también sin nombre.
Feministas y activistas por los derechos humanos se encargaron esta semana de poner nombre a esos números que el fiscal de la causa mencionó por arriba, como un trámite tedioso. “Alejandra, la mujer invisible para los medios y la sociedad, tenía 40 años y trabajaba como empleada doméstica... Tenía una vida, amigxs, tenía un pasado y un futuro, tenía sueños que valían tanto como los de cualquier otra persona y se los arrebataron”, dice una imagen que circula en las redes sociales. “Yesenia Quiroz Alfaro, maquilladora originaria de Mexicali”, dice otra junto a un lazo negro y sin terminar de identificarla se habla de una “colombiana” que deja incompleta una lista de víctimas invisibles, tan brumosas como aquellas a las que se insiste en llamar con otros nombres, como cuando se habla de nuestra Laura Moyano en masculino o se insiste en su muerte como un homicidio más, propio de la “inseguridad”.
Cuerpos de descarte, cuidadanxs de segunda, nombres que se omiten porque otros los preceden, el ataúd de Nadia Vera tiene un pequeño cartel que lo corona con una frase suya: “Seamos realistas, hagamos lo imposible” que hoy parece un deseo hermoso pero amargo, difícil de tragar.
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