En el caso argentino, suele venir envuelto con los ropajes de la pasión, el color del misticismo, la luz de los arrebatos piadosos y el aroma del incienso. Valga decir que, por algún –misterioso, insondable– motivo, todo funcionario –anche funcionaria– vernáculo que pisa terrenos consagrados a las verdades universales de la religión, cede ante el reflejo ancestral de hincarse de hinojos y abrir su corazón para dejarse penetrar por el dictado de razones que los derechos de las mujeres –que, mal que les pese a enceguecidos/as, sí son derechos humanos– no comprenden. En pleno rapto, se desarrollan –siempre en voz alta, inevitablemente con sonrisas– los síntomas: apresurarse a negar cualquier intención del Estado por otorgar los reclamos de los movimientos de mujeres, no dudar en reivindicarse más sumisos/as que democráticos/as, reverenciar. Es de esperar que en el futuro se descubra alguna cura más o menos efectiva, porque la razón producirá todos los monstruos que quieran, pero tan ofuscada como queda después de estos trances tampoco sirve de mucho.