Siendo un pecado la lujuria, sería ridículo pensar que abandonándose a ese infierno se podrían sostener, de todos modos, esos principios que alientan a las mujeres –que nos consideramos– bienpensantes y de buenos sentimientos. Y aun así queremos, deseamos, buscaríamos desesperadamente, de ser posible, rodear aunque sea un instante la espalda tatuada de Sean Penn, aun de su personaje en Río Místico, ese hombre violento, vengativo, preso de esa lógica que bien podríamos llamar tumbera –palabra que todo el mundo entiende qué es después de tantos ciclos ad hoc–, alentado encima por quien hace de su señora, a quien le importa un cuerno si el hombre al que su marido acaba de matar era ni más ni menos que una víctima de otro tiempo que nunca pudo librarse de esa marca de infancia y no el asesino de la hija (en la ficción) de Sean. Ella le susurra al oído todo tipo de incorrecciones para sostener su ego de macho y a cualquiera de las mujeres de este suplemento, lo confesamos, no nos temblaría la lengua ni un poco si supiéramos que después subiremos, como la rubia en cuestión, la cresta de ese cuerpo masculino que se recorta contra la ventana, en la pantalla, mientras en la butaca del cine una sospechosa humedad hace pensar que el aire acondicionado de la sala está fallando. ¿Y qué decir del final de Los simuladores? Después de ese último encuentro de los cuatro héroes apócrifos en el que la cuerda sensible que siempre pusieron en juego parece vibrar en lo más íntimo de ellos mismos... ¡qué fácil resulta pasar por alto que en nombre de los antiguos valores defiendan premisas no menos antiguas como la de “el fin justifica los medios” y hasta la confesión de “hemos cometido errores y también algunos excesos”! Da escozor, es cierto, es como el chirrido de la púa –vaya antigüedad– sobre Lady Stardust de David Bowie, pero qué vamos a hacer, así es la lujuria –y la ficción, vale decirlo–, y así somos nosotras, humildes pecadoras.