Vie 25.06.2004
las12

A MANO ALZADA

Las dos caras del Divino Rostro

(sobre el deseo y las instituciones)

La imaginería erótica trazada, vuelta patología y casi siempre sancionada en el siglo XIX, ha sido hoy reconocida parcialmente en el plano jurídico fundamentalmente a partir de la lucha de las organizaciones militantes de minorías que defienden los derechos de gays y lesbianas, a la identidad y el trabajo sexual. Pero los disidentes del gusto, aun del gusto “raro”, como los fetichistas, los necrofílicos y los caníbales, no suelen ser sancionados por ese gusto sino por otros delitos como el crimen y el robo. Las comisarías fin de siglo antepasado registraban las insistentes entradas de los ladrones de trenzas y de ropa interior, pero por chorros. Hace poco un caníbal alemán fue condenado no por su gusto sino por asesinato y con atenuantes debido al consentimiento de la víctima. Estos personajes, algunos en extinción, como el olfateador de sobaqueras o el coleccionista de corsets, son abyecciones de la política: se los reduce al status de consumidores más o menos legales. Sólo los sadomasoquistas suelen adquirir una presencia oratoria sobre sexo radical en los congresos feministas y gays. Pero el deseo por los niños, si bien se ha estetizado en obras de cultivo maldito como la de Jean Genet o Allen Ginsberg, magnetizadas por el viaje a Oriente, suele constituir un tabú. Y un libro provocativo como Album sistemático de la infancia de René Schérer y Guy Hocquenghem, a pesar de reificar la pluralidad de los deseos infantiles, invitar al magisterio total al unir con la cartilla griega pedagogía y pederastia, y ofrecer fotografías eróticas de menores, no es una apología del delito sino una demolición teórica del modelo edípico y una puesta en escena de la máquina deseante ideada por Gilles Deleuze. En 1982, en un célebre congreso organizado en el Bernard College donde las feministas debatieron en torno a la pornografía, la paidofilia ocupó el lugar más bajo en el árbol de la sexualidad radical. A ese desecho político se le puso imaginaria y naturalmente el rostro de un hombre. La reciente condena a la maestra Ana Pandolfi por abuso de menores no sólo vuelve paradójicamente irrisorios los prejuicios que limitan la enseñanza a gays y lesbianas –supuestos seductores potenciales– sino que muestra la doble faz del Divino Rostro de la Iglesia Católica a través de una de sus instituciones. Sea o no, Ana Pandolfi, considerada definitivamente culpable, ni sus directivos ni los padres no involucrados alentaron la investigación y, corporativamente, manifestaron su apoyo a la maestra menos por fe en su inocencia que por preservar el espacio de una impunidad. Los pastorcitos de Fátima fueron creídos por la Iglesia, quizá porque vieron cosas muy estéticas –la virgen en manto purísimo bajo un sol que bailaba– y recibieron el mensaje de un dragón rojo que amenazaba a la humanidad justo en octubre de 1917; los niños abusados del colegio del Divino Rostro que confesaron su angustia a sus padres, no. Jimena Hernández ya no puede relatar lo vivido en el Colegio Santa Unión y su asesinato quedó impune. Y es más probable que la Iglesia adopte para estar à la page el discurso terapéutico que la lleve a planear instituciones para la cura de curas –excedidos de amor a los niños– que a permitir un debate sobre el aborto.
En el caso Pandolfi es preciso reconocer el cuidado con que se dio a los niños un espacio para su verdad sin tener que sufrir la violencia de comparecer ante los jueces, la renuncia de los padres a utilizar con nombre y apellido la herramienta eficaz pero impudorosa de los medios; quizás, en parte debido a los mitos que desmorona el caso, utilizaron hasta ahora una retórica casi ascética. Mary LeTourneau, la maestra que hizo padre a un estudiante filipino, no hizo más que adelantar una hombría en desiguales condiciones. Ana Pandolfi fue condenada por erotizar cuidados maternos recibidos por delegación y, con las metáforas del cuento infantil, someter a rituales pornográficos bajo amenazas. Que ahora, aunque nadie haya osado hablar aún de los excesos de la corrección política, se difunda la paranoia de los maestros y la nueva dureza de las reglamentaciones escolares, no hace más que sugerir que todo ataque a la impunidad inicia una cadena de excesos cuando en realidad inicia un antecedente para privilegiar la verdad de los más desvalidos por sobre la sacralidad mafiosa de las instituciones.

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