Vie 09.07.2004
las12

A MANO ALZADA › A MANO ALZADA POR MARíA MORENO

(Sobre los intentos de la medicina para regular los desórdenes genitales, feminizándolos)

Un artículo de la psicoanalista Silvia Bleichmar publicado en el número 320 de Actualidad Psicológica ha disparado una respuesta polémica difundida por e-mail y firmada por Mauro Cabral, Ariel Rojman y Dawson Horwitz. En el texto, titulado La atribución sexual y sus complejidades, Bleichmar cuenta cómo a través de una interconsulta ha conocido el caso de Gabriel, quien sufriendo una hiperplasia suprarrenal congénita, lo que provoca un gran desarrollo del clítoris, fue adjudicado al nacer al sexo masculino. A los cinco años, lo que sus padres definen como “un dolor en su penecito” y el hecho de que orina sentado generan una visita al hospital público donde un diagnóstico registra que tiene útero, ovarios y cromosomas femeninos. Se dictamina una intervención que le restituya la femineidad, vía quirúrgica. Con una argumentación inobjetable, Bleichmar desaconseja la intervención porque, de realizarse, Gabriel perdería su identidad “no sólo en términos sexuales sino su nombre, su linaje, todo lo que lo posiciona como sujeto en el mundo”. Si en La atribución sexual y sus complejidades Bleichmar rechaza la intervención de ese Gabriel en cuyo caso “no se puede corregir con el cuchillo lo que se instituyó de manera simbólica”, ya casi en final del texto sorprende: “Supongamos que se hubiera detectado a tiempo en Gabriel esta hiperplasia suprarrenal, de modo tal que la determinación de su instalación en la bipartición masculino-femenino hubiera tenido otro destino. Indudablemente, la cirugía debería haberse hecho, en el momento apropiado, para evitar trastornos de todo orden: tanto funcionales como psíquicos. Gabriel sería una niña cuyo clítoris debería ser reducido y una plástica resolvería, al menos anatómicamente, la coherencia entre su identidad sexual y su biología”.
Está claro que un clítoris no es un labio leporino ni un problema en el píloro y que las operaciones afectan, en todos los casos de intersexualidad, el placer sexual. Como también está claro que la ética del psicoanálisis no es la de determinados grupos políticos y que dicha disciplina se ha separado de la práctica médica, pero la prescripción de una intervención quirúrgica parece un retorno de lo reprimido. La crítica al artículo define las intervenciones reguladoras como manipulaciones tecnológicas (¿biopolíticas?) que no hacen más que reforzar los estereotipos corporales del género que regulan la vida desde el nacimiento y que la proposición para lograr una “coherencia” genital no es más que el producto de la regulación biomédica histórica de la genitalidad. Afirmar, como lo hace Bleichmar, el cada vez mayor divorcio entre anatomía y destino y que lo adquirido sobreviene, no sobre la base de lo innato sino antes, para terminar sugiriendo una intervención en el momento adecuado para achicar la distancia entre la apariencia de unos genitales, la verdad de los cromosomas y el dictamen del significante, parece contradictorio.
Mauro Cabral, Ariel Rojman y Dawson Horwitz señalan: “Pareciera posible, según su argumento, anudar una generización ‘correcta’ a través de laintervención quirúrgica feminizante sobre los genitales –siendo que una cierta genitalidad no ha garantizado nunca ni la identidad de género ni la sexualidad de nadie”. La experiencia y palabra de personas intersex interrogan los anclajes anatómicos del feminismo de la diferencia; las limitadas figuras corporales donde se denuncia la intervención del patriarcado –violación, aborto, sexualidad genital– implican siempre órganos dibujados claramente por la corrección genética. Aunque las personas intersex sean escasas, ¿el hecho de que las intervenciones durante la infancia ordenen como mujeres a “fallados” de los dos sexos posibles no es suficiente desafió para el movimiento feminista? Tanto en la ausencia de sensibilidad a los andrógenos en un individuo xy, la hiperplasia suprarrenal congénita en otro xx, como en el síndrome de Rokitansky, la salvación médica propone feminizar a través la vaginoplastia y la clitodirectomía. Un enfermo sólo puede resolverse en mujer.
Si bien la Bleichmar prescribe casi explícitamente la intervención médica, no se explica respecto de sus implicancias fuera del campo psicoanalítico. Pero como sus corresponsales explican: “Frente a una situación como la planteada por Bleichmar existen y se practican en la actualidad opciones terapéuticas no cruentas y centradas en el o la paciente; para el caso narrado por Bleichmar, al diagnóstico de la hiperplasia suprarrenal congénita podría perfectamente haber seguido la identificación femenina de la niña en cuestión, sin necesidad de intervención quirúrgica alguna. Se trataría de una niña con un clítoris diferente en su tamaño al de otras niñas, que debería, junto a su familia, recibir información, contención y protección adecuadas. La decisión de realizar una intervención quirúrgica debería entonces ser reservada a la paciente, en pleno conocimiento de técnicas y resultados quirúrgicos y en pleno goce de su derecho a decidir libremente acerca de su cuerpo y su sexualidad”.
Una de las mayores virtudes del artículo de Bleichmar es, amén de su rigor teórico, la de no ceder a la seducción acrítica por las llamadas minorías sexuales que, además de abrir un nuevo mercado terapéutico, parece conducir al abandono del psicoanálisis. Por ejemplo, Elizabeth Roudinesco, quien da respaldo clínico a los derechos de gays y lesbianas para constituir una familia legal, declara en el mismo número de Actualidad Psicológica: “Si nos ubicamos desde el punto de vista clínico, el transexualismo y el travestismo siempre fueron considerados como patologías. Sentirse mujer cuando uno es biológicamente un hombre o viceversa es un problema (el subrayado es nuestro)”. Luego de aclarar que travestis y transexuales no se reconocen en las categorías psiquiátricas que los ponen del lado de la patología y de incluirlos en el derecho a no ser discriminados sitúa o registra un ‘límite’”. “Vamos a tener asociaciones de psicóticos o de esquizofrénicos que van decir que no quieren ser considerados psicóticos o esquizofrénicos porque rechazan esa categorización”. Al contrario, la respuesta polémica y el posible diálogo abierto entre Silvia Bleichman con la comunidad intersex y sus escuchas parece más fecundo que el consenso imaginario de las minorías sexuales con psicoanalistas dispuestos a fascinarse sin escuchar la complejidad de las, cada vez más visibles, constelaciones de deseo, antes de reenviarlas al campo jurídico.

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