A MANO ALZADA › A MANO ALZADA
(sobre los complejos condimentos de la formación de la autora más una reflexión sobre la convivencia antes del genocidio)
› Por María Moreno
La fotografía ilustra un cóctel celebrado en la Asociación Química durante los años cincuenta. Mi madre y una compañera de trabajo posan con el clásico tapadito negro que los pobres asocian al mínimo de decencia en un espacio de lujo. Mi madre sostiene una copa en la mano y tiene su habitual expresión desolada que, ella creía, era la clave de la finura. Su amiga se ríe con franqueza, quizá de ese módico estilo burgués que se impone con canapés de jamón del diablo y champagne nacional. Doctora en bioquímica y farmacia, había militado en el febrerismo del Paraguay y organizado a las mujeres llegando a ser su secretaria general. Lo que se dice “un cuadro”. Mi madre la llamaba “la paraguaya” en tiempos en que el lenguaje no era rigurosamente vigilado ni por el psicoanálisis ni por la política y donde la familiaridad afectuosa nombraba las diferencias sin segundas intenciones. “La paraguaya” resonaba en casa siempre a través de anécdotas de corte épico y atribuidas a esa enemiga de Stroessner que se había exiliado en la Argentina y se ganaba la vida en un laboratorio de análisis industriales. Mi madre no se preguntaba qué era, en realidad, el laboratorio que los cobijaba a todos varias horas diarias. Porque también había allí un joven técnico quimico que pronto asistiría al seminario para hacerse jesuita. “¡Es tan inteligente Jorge que es un desperdicio!”, decía mi madre. Y cuando hablaba de “desperdicio” no sólo lo hacía desde su fervor anticlerical sino por el tradicional prejuicio que asocia el celibato a la castidad. En el laboratorio se desarrollaban discusiones acaloradas como las sostenidas entre Don Camilo y Don Peppone.
Un día “La paraguaya” se presentó en casa con un portafolios. De allí sacó unos libritos que me parecieron feos. El que me dejó, no sé si en calidad de préstamo o al fiado –un fiado que arreglaría con mi madre– tenía una descolorida tapa ocre, rosa y celeste, tonalidades poco atractivas para promocionar entre los niños. El libro, que aún conservo, se llamaba Vitia Malev en la escuela y en su casa, y aunque yo la desconociera tenía una misión: destacar la importancia de la vida y el control colectivos entre los niños soviéticos. Su primer relato contaba cómo una simple coneja logró asustar a tres pioneros. Vitia Malev y sus amigos se divertían cultivando huertas, montando incubadoras o dedicándose a la apicultura. Claro que a veces cometían travesuras como robar los pepinos del huerto koljociano. Mi madre sometió a examen el ejemplar adoctrinador, se quejó de “La paraguaya” pero con una voz que yo le conocía y cuyo verdadero sentido era la admiración por el gesto y por la audacia que da la fe en una causa.
En el prólogo de Vitia Malev... se leía: “Frente al caos y la decadencia moral, antihumana, tan propias de las fuerzas regresivas del imperialismo y la opresión, frente a la política que pretende envolver a toda la sociedad para conducirla, mediante la literatura, el cine, la radio y la prensa, al terreno criminal de la lucha del hombre contra el hombre, Nikolai Nósov, el autor, nos alienta a perseverar en el mantenimiento y desarrollo de la tendencia más humana y consciente...” Supongo que habré salteado el párrafo, algo que entonces hacía sin culpa. Por otra parte, yo no diferenciaba la aventura de ser un niño soviético de la de ser un niño esquimal, un pequeño escribiente florentino o un tambor de Tacuarí. No recuerdo que Vitia Malev me inspirara ningún sentido de justicia.
Jorge, el seminarista, escogió –ya entonces era astuto– una bajada de línea más oficial: en una Navidad me mandó, a través de mi madre, Vida de Jesusito, de la colección Constancio Vigil. Tenía atractivas tapas coloradas, era breve, lleno de ilustraciones y Jesusito se parecía al Principito. Ese Jesús de propaganda de leche condensada jugaba con las ovejitas, contestaba preguntas en la sinagoga y, para que el relato mantuviera alguna tensión sin herir a la Santa Madre Iglesia, se retrasaba a la hora de la comida y hacía sufrir a la Virgen, claro que el retraso se debía a alguna obra de bien como haber salvado a una ovejita despeñada o haber donado su tuniquita a un pobre.
No he querido contar la génesis ideológica de una formación literaria. Entre Vitia Malev en la escuela y en su casa y la Vida de Jesusito, yo prefería Vida del repelente niño Vicente, que quizá sí alentó posteriores lecturas anticanónicas. He querido, en cambio, ilustrar con un mínimo de suspenso los grandes argumentos que tiene la vida. Jorge, el seminarista, era monseñor Jorge Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires; “La paraguaya”, Esther Ballestrino de Careaga, Madre de Plaza de Mayo.
Quisiera sumar la foto de esta página a la iconografía de su identidad, ahora que ha aparecido su cuerpo y su nombre puede inscribirse en su tumba. Y evocar su sonrisa cuando ella estaba en el comienzo de su lucha radical y aún el genocidio no hacía trágico pelearse por ideas. Como en ese laboratorio donde la palabra “análisis” iba mucho más allá de la química.
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