A MANO ALZADA › A MANO ALZADA
(Sobre los riesgos de la restricción y de cómo la Iglesia simplifica una supuesta cura para los curas.)
› Por María Moreno
En el affaire Maccarone sorprendió, entre las fuerzas solidarias, el esfumado de la cuestión gay en la de la extorsión. ¿La homofobia retrocede o la impunidad de la Iglesia se moderniza? ¿Se pone un límite a una secuela juarista y al escrache desfigurado o se busca un chivo expiatorio en un partiquino sólo destinado a revelar a sus patrones?
Monseñor Maccarone es una suerte de Camila O’Gorman en posición invertida. La vigilancia corporativa y desplegada en un patio de baldosas coloradas –según María Luisa Bemberg– y la salida con Patriarca & Cía. o chaperona alcahueta, le dieron a ésta la única oportunidad de enfilar para la heterosexualidad a través de un cura de confesionario cuyo cuerpo, en principio, fue una voz administradora de penitencia y una cara en la oscuridad calada por la reja. Monseñor Maccarone, sin ocasión pecadora, al parecer, de gire gay, conoce en ruta al que lo llevará por el mal camino, bajo la forma de una nuca insistente entre Tucumán y Santiago del Estero –¿o iba campechanamente al lado?– y ahí localiza su debilidad. El muchacho dado a las changas exhibe en su cuarto, escrachado por un diario, una piel de cordero sobre la pared y el cronista se acuerda de la Biblia para citar eso de los lobos vestidos de cordero. Un iniciado cualquiera en el deseo que no osa decir su nombre y que ahora lo grita en el módico espacio de los derechos humanos y la farándula, sabe que se trata de un “chongo”, ese objeto de precio velado o explícito, encontrado en los márgenes de la ley y que garantiza su virilidad en la certeza de que el marica es el otro y hasta puede llegar a prestar su servicio con cierto asquito garantista. El chongo siempre fue un peligro y, si a menudo es bien preciado, lo es menos por un gusto singular por el mercadeo con la muerte que porque en la historia social del deseo prohibido es en el margen donde éste se satisface: del mismo modo el varón heterosexual queda marcado por una circulación prostibularia de siglos donde es preciso que la mujer, para alentar el goce, haga los ademanes de la degradación.
La asociación homofóbica entre homosexualidad y pasión violenta ha quedado desmentida por la emergencia de los pedidos de matrimonio y derecho de adopción de una comunidad donde su izquierda erótica levanta hoy las banderas de Jean Genet y Pasolini para sostener el celibato dionisíaco. Mientras tanto la Iglesia, a pesar de las Escrituras, sigue proponiendo al celibato sinónimo de castidad y no de soltería.
Como si se tratara de una medida tomada luego de la meteórica aceptación de la renuncia de Maccarone, la prensa comenzó a difundir las especulaciones de Benedicto XVI en torno de una posible prohibición del ordenamiento sacerdotal a homosexuales, ¿bastará una confesión previa donde se asegure que la carne a la que se renuncia pertenece el sexo de Eva? ¿O se realizarán exámenes médicos basados en el prejuicio de que la práctica homosexual se verifica en el estado de los esfínteres? El discurso vaticano no gasta retórica en preceptos morales: siempre confundiendo adrede celibato y castidad, especula que en el seno de la Iglesia los gays se tientan a sí mismos y a otros, de este modo agita una imagen de la institución como una corporación de hombres solos y a la homosexualidad, como a una sobrepasión. Dado que el deseo de servir a Dios en exclusividad viene, tanto para hombres como para mujeres, asociado a una comunidad del mismo sexo, cabe preguntarse si lo que la Iglesia pide es una homosexualidad sublimada que es condición de su fuerza institucional. De existir un modo de medir el coeficiente homosexual de un aspirante a sacerdote, ¿quedarán aspirantes de probada heterosexualidad? ¿Se permitirá el ingreso a Don Juan, prefiriendo, como San Pablo prefería el casamiento al incendio, el riesgo de un escándalo hetero a la sombra de Oscar Wilde en las sotanas? Si la Iglesia prohíbe a los gays casarse y, al mismo tiempo, que se ordenen sacerdotes, los condena al celibato sin castidad o a la castidad sin Iglesia. O a la calle de los chongos, ragazzi di vita, chaperos o michés, promoviéndolos como gusto exclusivo y excluyente. Y hablando de Oscar Wilde... Si su chongo blanco llamado Bossie hubiera vivido en esta época, seguramente no se hubiera privado de una técnica más perfecta que el chisme, la ida al teatro y el juego de casino y hubiera hecho uso de una cámara digital y un casete para mandar a su amante a la cárcel de Reading.
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