Vie 02.12.2005
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A MANO ALZADA › A MANO ALZADA

La esperanza de Diana

(de despedidas y legados políticos, tras la muerte de Diana Staubli)

› Por María Moreno

Medio siglo vivió la feminista Diana Staubli. Aunque el mito relate que murió el 25 de noviembre, Día de la no Violencia contra la Mujer, fue al día siguiente, el 26, rodeada por antiguas y nuevas amigas, algunas para quienes la militancia había armado un duradero hilo afectivo. Diana había sido una radical nacida en el período democrático que llegó a la secretaría general del partido en Vicente López pero siempre con un sesgo propio, no conjugable con la línea oficial y con un interés por la opresión de las mujeres que ella trató que nadie confundiera con un eco enemigo de “rama femenina”, y donde la educación y el medio ambiente dejaban de ser temáticas de ministerio para volverse fundamentales. Ella insistía en que el Estado debía alentar políticas públicas con “perspectiva de género”, aunque no ocultaba, bajo ningún pretexto estratégico, la palabra “feminismo”. El Centro Municipal de la Mujer de Vicente López que Diana Staubli dirigiera desde 1993, junto a Marcela Rodríguez, fue la puesta en práctica de esa certeza. “Esta forma de intervención estatal es la que permite la instrumentación de políticas públicas con perspectiva de género y no sólo políticas dirigidas a las mujeres. La diferencia entre ambas modalidades es la forma en que se concibe a los sujetos sociales destinatarios de las acciones: en las primeras se pretende promover el pleno ejercicio de los derechos de las mujeres, sentando las bases a través de planes sociales que contengan mecanismos de ‘acciones positivas’ a fin de equiparar las desigualdades, pero apuntando siempre hacia la promoción de su autonomía y pleno ejercicio de su ciudadanía. Las segundas se circunscriben a formas asistencialistas de intervención estatal, que refuerzan los roles y los estereotipos tradicionales.” En 1999, el Centro de la Mujer recibió el Primer Premio de Naciones Unidas para la mejor gestión municipal en Defensa de los Derechos Humanos de las mujeres de Latinoamérica y el Caribe.

Aun en medio del dolor más crudo, el que suele encabezar el duelo cuando aún la razón no puede con la desmentida del cuerpo, reducido ya a una vaga forma conocida, y se piensa que la voz añorada va a volver a sonar en el teléfono probando que su desaparición formó parte de una pesadilla, las instantáneas de Diana en la memoria de las amigas siempre tienen matices graciosos: Diana baila desaforadamente con el cronista Cristian Alarcón durante una ceremonia oficial y es despedida desde lo alto de una mesa en una bufa evocación de Ginger Roger y Fred Astaire. Diana maneja a toda velocidad por las calles de San Isidro y, mientras comete infracciones y los bastiones viriles en cuatro ruedas protestan con diversas variaciones verbales machistas, ella contesta con los consabidos gestos mudos que tildan de impotente, invitan a la pasividad sexual o sugieren pequeñez de atributos, todo con un aire de Victoria Ocampo pero con gorra de jockey o de Isadora Duncan (sólo que ella jamás hubiera permitido que su chal la ahorcara). Diana colocando animales abandonados en e-mails donde mezclaba la arenga ecologista con la puteada a los desalmados, o chistes eróticos que tardaban en bajar por lo menos diez minutos para desesperación de la destinataria, como ése donde el orgasmo masculino era representado por débil parpadeo de la pantalla y el femenino como un sismo capaz de convencer de que había estallado el sistema. Diana secuestrada dentro de su auto estacionado frente a la casa de su vidente en Acassuso, gritando “¡tengo cáncer y me voy a morir, así que si me matan no me importa!” –seseñalaba la cabeza pelada por la quimio, “me confundieron con un tipo”, contaba–, antes de echar a los agresores en una curva, con una voz de mando, al parecer, espeluznante.

Las identificaciones partidarias son a menudo más tenues que las que traman las virtudes privadas y las luchas que escapan a la burocracia por la dimensión de una ética empeñada por una justicia más allá de los formatos de las instituciones. Maggie Bellotti, integrante de una agrupación feminista de izquierda, ATEM, encontró con Diana Staubli acuerdos puntuales enlazados por el feminismo y el respeto por una praxis que no escatimaba el compromiso personal y la gestión sin horario. Ella evoca de Diana su capacidad para el ejercicio del poder con una informalidad que sumaba a la exigencia política el deber de la celebración. Esa informalidad, se sospecha, no indicaba demagogia sino una loable capacidad para no escindirse en personaje público y privado.

Los verdaderos legados son aquellos que no se disputan entre argumentaciones de legitimidad que aspiran a ser objeto de una deferencia, sino aquellos de los que pueden gozar todos y donde los nombres propios de los legadores son olvidados al compás de la naturalidad con que el don se instala y se reparte. Corresponde a Diana Staubli y Elisa Carca la existencia de una ley de violencia contra la mujeres. El Centro Municipal de la Mujer de Vicente López sigue ahí y, más allá de los avatares de sus sucesivas gestiones, con su huella fundadora.

En uno de sus últimos días, Diana exigió una serie de elementos que acomodó en una bandejita y se dedicó a limpiar y lustrar una campanita de bronce. Quedó reluciente, de acuerdo con las destrezas que pueden dedicarse a conciencia cuando el tiempo no cuenta aunque se tengan los días contados. Era una de esas habituales campanitas para llamar al servicio que se socializan al volverse de primera necesidad en la enfermedad postrante. Pero la campana es también un elemento simbólico de la educación y de las albricias: un objeto adecuado para una iconografía de Diana Staubli. Luego de lustrarlo, declaró que si zafaba se dedicaría a la restauración. Es que, como mujer política, sabía que nada está dado definitivamente, que la historia, incluidos el azar o las coordenadas que sólo pueden verse a posteriori, puede derribar cálculos mediante una voluntad alerta y que la desesperanza radical, lejos de expresar lucidez, no carece de ingenuidad. Su esperanza, entonces, aunque ella hubiera organizado sin grandes declaraciones disposiciones finales, no fue ni negadora ni ingenua, sino fundamentalmente política.

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