VIDA DE PERRAS
› Por Soledad Vallejos
En esta semana, por lo menos tres noticias de violaciones a mujeres adolescentes (una chica de 16 años en un pub de San Antonio de Areco; tres hermanas ahora mayores pero abusadas de pequeñas por su padre; una nena de 12 años interceptada en plena calle) ocuparon espacio en diarios, radios y televisión. En esos juegos de espejos involuntarios que a veces arman las noticias, Nicolas Sarkozy salió a dar un golpe de efecto por un caso muy puntual (y aterrador) sucedido en Francia, y lo hizo con tanto tino que parecía replicar, en realidad, a las noticias locales. Cuando anunció que en un par de años Francia tendrá el primer “hospital cerrado” para tratar y encerrar a pedófilos, esa intuición impresionante que tiene para decir lo que gran parte de su auditorio quiere escuchar lo llevó a agregar que también alentará la aplicación de penas “más severas”. ¿A quiénes? A “monstruos como ése”.
La persistencia de ciertas figuras, de ciertos modos de decir y comprender y transmitir algunas cosas a veces resulta asombrosa. Sobreviven al tiempo, a las transformaciones ideológicas, a la corrección política, y probablemente también a las explicaciones, sesudas o no. Monstruo, cuando Lombroso medía cráneos y llenaba planillas con detalles inesperados, era un señor como el Petiso Orejudo: nacido bajo una estrella poco simétrica corporalmente hablando, enemistado con la moral y las buenas costumbres desde su más tierna infancia y por motivos científicamente demostrables pero en nada achacables a la sociedad, feo como él solo, inadaptado, violento e impredecible. Todo eso lo volvía, amén de peligroso, candidato ideal para el contraejemplo: no sería el buen salvaje del siglo XIX, pero como los tiempos habían cambiado y las correntadas migratorias habían convertido a la ciudad, al país, a esa civilización tan gaucha y noble, en tierra de cocoliches desenfadados, no estaba de más disciplinar con la noción de buena estampa. El monstruo, como la política, como la sociedad, como el tiempo, fue mutando, aunque siempre encarnó la amenaza. Y si bien tuvo su variante asociada a la pulsión sexual desenfrenada, muy rara vez fue identificado con el agresor sexual de mujeres.
Hasta hace no mucho tiempo, la mujer víctima de una violación tenía que salir a demostrar, en primer lugar, que no había provocado la conducta del violador: no lo había seducido, la pollera no era tan corta, su pasado no era el de una atorranta. (Digo eso y un recuerdo reciente me apacigua el optimismo: hace dos semanas, en Duro de domar, el panelista Guillermo Pardini se permitió bromear con la denuncia de una prostituta —cuyo nombre no llegué a escuchar—: ¿cómo podía, dijo riéndose, una puta decir que había sido violada? Por lo menos el resto del elenco salió a contradecirlo.) Antes de eso, el pudor y la virtud (con sus consecuentes ofensas) eran la medida justa del honor masculino: la mancha en el cuerpo de ella insultaba, en realidad, a su padre o marido o hermano; la integridad de ella era por demás irrelevante. Por algún motivo la corrección política llevó a domar esa sospecha que antes se lanzaba sin más: ahora queda feo dudar del relato de una mujer que ha sido violada (a menos que ese crimen sea el inicio de una gestación no deseada, en cuyo caso la noticia no habla de una víctima sino de un aborto en potencia), es menos usual descubrir que se la presenta con desconfianza (pero no imposible). Aún más: al menos en el último año, algo cambió en la concepción de noticias sobre agresiones sexuales. Por un lado, parecen haber entrado en agenda de la mano de la serie sobre inseguridad mayormente urbana (“otros cuatro casos más”, por ejemplo), mientras que, por otro, se privilegian los detalles sobre la victimización y sus males, sin descuidar en nada posibles consecuencias para familiares y amigos de la víctima. (“Yo lo denuncié por nuestra integridad y la de nuestra hija”, declaró el padre de la chica de San Antonio de Areco.) No abundan los detalles sobre la violación misma, pero en las narraciones sí son recurrentes algunos tópicos: la soledad física de la víctima —”en el camino, la niña continuó sola”, “las llevaba en bicicleta a un descampado”, “la llevó (...) hasta un zanjón”—, la indefensión previa, posterior y en el momento mismo del crimen, en ocasiones la nueva victimización que la burocracia y la escasa capacitación de agentes estatales puede imprimir al circuito de denuncias. No está mal, es una apertura, un cambio, veinte años no han pasado tan en vano.
Y sin embargo, créase o no, todavía allí acecha el monstruo: en los relatos, la indefensión de la víctima resulta directamente proporcional a la maldad del victimario. Quien agrede es tan pero tan pero tan malo, tan excepcionalmente malo que nada pudo ni puede ni podrá hacerse. La víctima es tan constitutivamente indefensa que sólo le queda sufrir: ni el Estado ni una reacción social pudieron haber evitado que ella pasara a integrar las estadísticas de las agredidas, nadie pretende facilitarle recursos para defenderse. Tampoco una revisión de las políticas de género o de los discursos que terminan naturalizando las agresiones sexuales (no quisiera insistir en Pardini habiendo tantos tanto más influyentes, no quisiera caer en el facilismo de culpar a Sofovich, Tinelli, Pergolini, pero bueno, es por ahí, uds. entienden). Nadie vio, nadie pudo, nadie sabe qué hacer. El monstruo, por ser tal, pareciera salir de la nada: crecerá en sociedad, será socializado de tal y cual manera, se dejará atravesar por tales discursos y producirá estos otros; pero el tomar víctimas depende exclusivamente de esa semilla del mal que anida dentro suyo. En el relato, nada se puede hacer contra el monstruo: es como la lluvia, como un terremoto, como una catástrofe de la cual sólo puede preverse que tendrá consecuencias terribles, pero no hacer algo para evitarlas o paliar el dolor que genera. Y así, claro, es fácil: nadie más que el violador tiene la culpa. La sociedad sólo puede lamentarse y consolar.
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