URBANIDADES
Cuestión de límites
Por Marta Dillon
Cada vez que puede lo aclara, esto no es La Boca, es Barracas. Es una cuestión de jerarquía, un tanto deslucida desde hace algunos años, es cierto, pero esa no es razón suficiente para perder de vista los límites. La Boca empieza después de la vía, se pueden reconocer perfectamente los confines del barrio porque la calidad de la construcción cambia radicalmente de uno a otro. En Barracas no se ven las casas de chapa y madera que tan bien se pintaron para el turismo en la cuadra y media que rodea a Caminito y que más allá mantienen un equilibrio tan endeble que han perdido toda línea recta. Además, su madre se acuerda, en otra época ni siquiera hubiera podido cruzar palabra con esa gente tan cocoliche que se amontonaba en conventillos y hablaba idiomas tan incomprensibles como el guaraní, que cada vez se escucha más pasando la vía. Ahora –y ahora ya lleva unos cuantos años– los límites son difusos. De hecho el local de herrería que heredó de su padre ya no se sabe bien dónde está, aunque ella, Angélica Beatriz Calimano, insista en marcar las diferencias para poder venderlo a un precio razonable. A los 60, siente que no tiene voluntad para seguir inventando negocios. Que su marido también supiera de herrería de obra no impidió que cerrara el negocio más o menos en la época de los militares, cuando pusieron una regalería de artículos importados. No hace falta decir cómo quebró el asunto, aunque por suerte algo de lo invertido fue al colchón y de ahí directo al video club que parecía una idea genial a mediados de los 80 y que trocó en gimnasio sin esfuerzos -alguien les vendió unos aparatos que solitos te movían los músculos– en el albor de los 90. En cuanto las vecinas se desencantaron con los resultados, volvió la regalería, que en 1997 se llamaba Todo por dos pesos pero que gracias a la desregulación también podía tener productos de mercería, medicamentos de emergencia y hasta una cabinita de locutorio. Por esa época se divorció, su marido se fue con una chica de La Boca, según ella una trepadora, aunque el escalón más alto que subió es el de sus propios tacos. Con la depresión personal empezó a sentirse la general, las compras en la Feria Municipal de La Boca y las charlas con otras mujeres tan solas como ella y con chicos en la secundaria de Barracas, en la que se encontraban tantas armas blancas como en la de La Boca. Cuando el 2001 estalló, Angélica sacó a la calle todo el rezago de cacerolas importadas –del negocio sólo quedaba, paupérrimo, el locutorio– que abolladas y todo sirvieron para hervir la leche del merendero que abrió con otras señoras en el local. El locutorio ya no daba para nada y ella se acostumbró a compartir la jubilación de su madre, ex profesora de historia, y la merienda pública. Para Angélica fue traición que las otras dos señoras salieran a cortar calles con los pibes de otro comedor, ella no quería hacer política, quería ayudar(se). Además, por un bolsón de comida no se puede hacer un piquete, ¿por qué no se ponen a trabajar? Ella misma les había ofrecido tejer ropita de bebé, está bien que les toma las prendas en consignación y sólo hay plata si se venden, pero bueno, es así. Desde que empezó el año el merendero no funciona, ella ni se saluda con las señoras que la ayudaron a abrirlo, es por eso de las malas compañías ¿viste? Por algo quieren filmarlos a los que hacen piquetes y Angélica se acuerda muy bien de la dictadura. Lo mejor, como siempre, es que cada uno se dedique a lo suyo, pegarle una lavada de cara al local y venderlo de una buena vez.