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› Por Marta Dillon
Fernando Noy, esa diva de anteojos grandes que supo ser reina del Carnaval de Río de Janeiro cuando, según él, era joven y bella, se levantó de la cama a pesar de fiebre, se calzó la boina marrón y dos o tres bufandas. Venía desesperado, con los papeles arrugados en la mano y un poema de memoria de Silvia Plath que no puedo recordar a santo de qué recitó como una invocación. Es que era la locura lo que lo había sacado de la cama. La locura de un llamado clandestino, gracias a una tarjeta de pulsos telefónicos prestada, tan valiosa como en cualquier cárcel. Pero el llamado llegaba de un neuropsiquiátrico, el instituto Ineba, ahí donde fue internada Natalia Kohen, escritora, autora, entre otros textos, de El collar y El hombre de la corbata roja, que interpretó Julio Bocca hace poco en el Maipo. Dice Noy que sus hijas la internaron, que la sacaron con chaleco de fuerza de su casa y que el diagnóstico que permitió la internación lo hicieron tres médicos que Natalia nunca vio. Es una mujer de dinero, mucho dinero, que se enamoró a sus 87 de un hombre 17 años menor al que extraña desesperadamente. Es esa relación, dice Noy, lo que asustó a las dos hijas de la escritora. ¿No querría casarse su madre, a esta altura de la vida? ¿No era demasiado mayor para comportarse como una adolescente? Es un riesgo ser vieja, los colectivos no se detienen a esperar que las articulaciones cansadas venzan el desafío de la escalera, el dinero se pierde en medicamentos o directamente no alcanza, la familia se aburre con los cuentos de siempre y la experiencia es un valor muy disminuido, casi casi inexistente. Encima ahora viejos y viejas se convirtieron en blanco de asaltos sencillos para ladrones sin código; con un culatazo alcanza para dejarlos fuera de combate. Antes de que cualquiera de estas cosas le pase a su madre, las hijas de Natalia Kohen la sentenciaron al encierro, se la sacaron de encima y ahora litigan para poder administrar sus bienes. No vaya a ser que el hombre de 70 quiera dilapidarlos por ellas. Natalia, de todos modos, no se quedó quieta. Consiguió que le prestaran una tarjeta telefónica, redactó de puño y letra una solicitada para denunciar su situación, anotó además los nombres y teléfonos de cada amigo famoso para que la firme y la acompañen. El texto es claro, la letra es firme a pesar de la edad, y hasta se da el lujo de hacer chistes: “Si se te ocurre algún otro nombre agregalo, de gente importante que crea que no estoy loca. Aunque sí deseo locamente estar en libertad”. Después le pide a su amor que se porte bien, le dice que no está en edad para “canitas al aire” y se despide firmando “Natalia, la loca”. Es un riesgo ser vieja y tener plata. Mucho más riesgoso es ser vieja y enamorarse. Afortunadamente de locas y locos está compuesto el millón de amigos que muchos desearíamos tener y entonces Natalia tiene a quien llamar –y que le crea– cuando le prestan la deseada tarjeta.
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