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(Algunas reflexiones en cascada sobre la palabra “tener” aplicada a hijos o hijas)
› Por Marta Dillon
Que puesta en situación la gente dice pavadas, no es ninguna novedad. Y que la revista Caras es una situación de esas en las que SOLO se puede hablar pavadas atroces, tampoco es ninguna novedad. Igual, cada tanto una tapa salta al cuello de él o la transeúnte bien pensante y la mandíbula cae al piso cual si se hubiera descargado un ancla de la lengua. No es exclusividad de esa revista, por cierto, Gente aporta lo suyo a la hilaridad nacional con sus hot y sus top y sus in y sus out para cualquier pavada. Y la lista seguiría hasta el hartazgo si una se pusiera a revisar el kiosco de la esquina. Pero aun así, a pesar de la acumulación, hay cosas que saltan al cuello. Por mi parte, apenas puedo cerrar la boca desde que la semana pasada nuestra modelo rubia y ex lolita confesara que está pronta a viajar a Sudáfrica en busca de un “centro de refugiados” en donde poder elegir “un negrito” al cual adoptar para transmitir “a la gente cosas positivas, así como Brigitte Bardot hizo ruido hace años con la protección de los animales”. Me apunta una amiga por teléfono que la blonda debería tener cuidado, tal vez no sea capaz de reconocer la diferencia entre el “negrito” y un bebé de orangután. No, no es que a Nicole le falte tino, es que sus dichos se parecen demasiado a las nobles intenciones que animan a quienes tienen mascotas: un amor incondicional que no te pide nada, que te da alegría (y a quien podemos dejar atado mientras vamos de paseo porque total es un animal) y a quien una sólo tiene que alimentar y bañar.
Qué noble, qué dulce, qué divina. Y qué manera de hacer rendir un mismo viaje: vacaciones, aventura, causa humanitaria. Es eso, la mayoría de nosotras no tenemos la suficiente astucia como para sacar de las frutas su jugo. Ah, pero su ejemplo hizo escuela (bueno sí, no es su ejemplo, es una tendencia, aunque Nicole diga que no lo hace por seguir la tendencia de otras chicas lindas de otros países). Porque es en México donde la bella Thalía –cantante, actriz– declaró que quería adoptar a un bebé ruso, no a un bebé, a un bebé ruso. ¿Será que esta vez el mensaje humanitario sobre el racismo que quería enviar Nicole a sus compatriotas caló tan hondo que ahora los queremos blancos?
Vaya a saber qué pasa en esas cabecitas de modelo, ¿pero a alguien le importa? Seguramente no, si no fuera porque estas chicas suelen decir así a boca de jarro eso que flota en el aire y pocos nombran con tanta ¿frescura? Cuando se está muy aburrido/a, cuando la pareja se queda sin proyectos, cuando la dicha no alcanza o cuando hay que desafiar al tiempo ¡nada mejor que tener un hijo! Ya lo dice Andrea Frigerio en Gente esta semana: “Tengo casa, trabajo, familia, sólo me falta tener otro hijo”. O, me animo a traducir, “como tengo plata, hago lo que se me canta, incluso quedar embarazada a los 44 y después volver a ser flaca”. ¿Estoy exagerando? Puede ser, una no tiene la bola de cristal, pero al cabo que ni hace falta a la hora de notar que si la paternidad de Maradona es una mercancía que vende (fruta) polémica, programas, tiempo de aire en radio y televisión, por qué no pensar que los hijos también funcionan como tal, digo como mercancía, a la que acomodar a la medida de lo que queremos demostrar de nosotras/os mismas. Pero esto apenas molesta, al contrario, hubo que hacer presión durante meses para que se quite la nómina de niños listos para ser adoptados –¿el catálogo?– porque a ninguno de los responsables de derogarla las razones les parecían demasiado evidentes. Y es lógico, como decíamos ayer; cuando los niños son exhibidos al modo de estandartes que certificarán de ahora en más la generosidad de quienes se hacen cargo de su suerte, las avalanchas se forman en las puertas de los juzgados –600 parejas quisieron adoptar a las hermanitas cuya foto mostraron los diarios y 600 más, curiosamente, a “Rosita”, la beba encontrada en un baldío cordobés– y todos nos conmovemos con la bondad argentina. Como si no se hubieran ofrecido niñas al mejor postor, como si los niños y las niñas no se vendieran a diario en las fronteras argentinas. Y a propósito, ahí está Graciela Palma, joven a quien su apropiadora confesó haber comprado a una partera porque la familia de su mamá biológica no estaba de acuerdo con que ésta criara una hija siendo tan joven. Graciela Palma está ahí, digo, porque quiere saber cuál es su identidad biológica, quiere el resto de la historia, pero al menos dos organismos del Estado se desentendieron del asunto porque no nació entre 1976 y 1983.
Todavía estupefacta por la novedad que trae este tiempo, eso de separar la reproducción de la sexualidad no ya invocando al placer como derecho, como posibilidad, como libertad, sino para poder adquirir hijos sin poner el cuerpo o para hacerlos a la medida de nuestras ambiciones –llámese catálogo de muestras de semen y óvulos, con datos detallados de los donantes aunque sin nombre y apellido–, empiezo a preguntarme cómo se contestará a esos niños adquiridos como bienes o armados como rompecabezas la eterna pregunta sobre el origen de cada uno. Pero, claro, éstas son preguntas de quien empezó a usar computadoras después de haber empezado a trabajar. O sea.
De todos modos, y antes de que termine de marearme por completo, creo que las respuestas a aquellas preguntas viejas como la humanidad no se contestarán con la descripción de un mecanismo así o asá. Tendrán, como lo vienen teniendo, un largo camino de repreguntas que irá hilvanándose en los gestos cotidianos, en alguna renuncia en pos de los otros y las otras, de quienes están creciendo, que suelen aprender en el cuerpo y en la propia historia eso que el lenguaje convierte en trabalenguas.
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