Vie 09.06.2006
las12

URBANIDADES

Sutiles complicidades

› Por Marta Dillon

¿Y usted qué quiere, que salgan a violar chicas por los pueblos? El representante de las menores en el juicio que empezó esta semana en Bell Ville, Córdoba, por promoción de la prostitución, privación ilegítima de la libertad y reducción a servidumbre –entre otros delitos– hace la pregunta y la subraya diciendo que es un católico de fuertes convicciones. El está dispuesto, dice, a que se investigue, a que se busque a los “consumidores de sexo infantil”, pero entiende que todo tiene un límite, que “hay hombres que necesitan”. Y es ahí donde la paradoja se abre. La explotación sexual sería lícita en el caso de que quienes sean utilizados como bienes de servicio hayan cumplido los 18. O al menos aparece como un mal menor, si nos dejamos guiar por el comentario que encabeza estas líneas, el mismo que un día antes se escuchó de boca del fiscal de Cámara –que, como se sabe, representa los intereses del Estado– y que con tanta liviandad se reproduce en cualquier mesa. ¿Qué es lo tan mágico que sucede cuando se cruza la barrera de los 18? ¿Alguien que tenga hijos o hijas adolescentes es capaz de fijar esos límites tan perfectos que se aplican a otros u otras?

En el primer día del juicio contra Jorge González y las chicas que amenazadas por él participaron del disciplinamiento de una de sus compañeras hubo un momento difícil de digerir: “Tengo una nena de 19”, dijo el ex policía cuando le preguntaron por su descendencia. Cualquiera podría decir de una nena de 19 lo mismo, pero él estaba rodeado de chicas de 21 recién cumplidos, que hace dos que están detenidas por su causa y mucho más que se prostituyen para su beneficio o el de otros fiolos. Fue filoso como un cuchillo sentir esa disociación que seguramente anima las palabras de los otros funcionarios. Evidentemente hay nenas de primera y de segunda y de tercera, según dónde hayan nacido y cuál haya sido su suerte desde entonces.

Mientras escribo, por esas cosas del trabajo fuera de casa y en hoteles, la televisión está prendida y escucho como ruido de fondo un programa de Canal 7 en el que Cristina Wargon responde la consulta sentimental de un hombre de 48 que dice dudar sobre si una chica de 18 lo provoca o no y qué debería hacer. La periodista, muy llana ella, dice que seguramente lo provoca, que la inocencia dura hasta los 5 y que mientras sea mayor de edad puede hacer lo que quiere. Es como si hubiera saltado la púa sobre un viejo vinilo y el chirrido invade el ambiente. No es casual la comparación con el disco negro, no logro desprenderme de la sensación de estar usando un tono de señora gorda y con peinado al spray. Y sin embargo me importa poco, tal vez debería buscar otros atajos para hacer visible esa violencia que todos y todas consentimos con cierta mirada edulcorada o teñida de aventura frente a la prostitución, a esas experiencias que se leen con avidez cuando están escritas en primera persona en busca de un resultado eficiente para la libido. Le falta glamour al llamado de atención sobre la naturalización de la violencia que implica pagar para desovar; o al revés, poner el cuerpo y, peor, las zonas donde anida el amor, para dejarse expropiar por una paga que asegure la subsistencia. Puede haber otras razones, es cierto, de hecho las mujeres aprendemos demasiado temprano que gustar es toda una fuente de autoestima, un destino que de cumplirse se parece al sueño. Y puede ser que ese deseo de los otros se traduzca en precio. Ninguna de esas razones se encuentran en los burdeles, mucho menos en las esquinas en las que se puede “comprar” sexo rápido y al paso. Tampoco se cuela en el discurso del mal necesario o la necesidad masculina, porque eso no es más que reforzar estereotipos de género que dejan a las mujeres –y también a otras identidades marginadas– en situación de vulnerabilidad: ellos –hombres heterosexuales– necesitan, nosotras ponemos el culo, por la razón, por el dinero o por la fuerza.

Y mejor que el culo esté limpio –perdón por la grosería–, porque si no además será culpable de transmitir infecciones horrendas. En esta misma tarde cordobesa, a pocas horas de escuchar el testimonio entrecortado de las chicas que confesaron haber golpeado a su compañera de cautiverio por miedo a que los golpes se volvieran contra ellas, alguien me acerca una noticia del diario La Mañana que cuenta como si fuera un logro para la equiparación de los géneros que de ahora en más se exigirá libreta sanitaria –con control de exudados vaginales y uretrales(!)– tanto a mujeres como a travestis que “trabajen con el cuerpo”. En la calle o en whiskerías se pedirá el “carnet” que acredite la buena salud de la carne a consumir. De los clientes, nada se dice. De los preservativos que evitan la transmisión de enfermedades, nada se sabe.

En el último año, la realidad de la compra y venta de mujeres para su explotación sexual, la trata, según la definición internacional acordada, se ha convertido en noticia y siempre viene acompañada de una nota de incredulidad. ¿Por qué no se escapan? ¿Para qué secuestrarlas o engañarlas si hay tantas que lo hacen porque quieren? ¿Cómo se puede tener encerrada a alguien por la que “pasan” tantos clientes? La incredulidad está atada a conceptos que todos y todas compartimos, a un sistema de fantasías, incluso, que convierte en glamoroso “el oficio más antiguo”, que hace que una chica prostituida diga “yo ya estaba en esta vida”, como si fuera una paralela a la del resto de los mortales. El problema es que desarticular esos supuestos volvería insoportables las largas páginas de avisos clasificados en las que se ofrecen “paraguayitas a estrenar”, los paseos de mirones por el rosedal y hasta buena parte de la literatura consagrada (¿se acuerdan del último de G. García Márquez, Memoria de mis putas tristes?). Por supuesto que el debate es complejo, que la fantasía no es lo mismo que la explotación, que una mujer que se paga los estudios alquilándose en hoteles de lujo no es lo mismo que aquella que cobra cinco pesos la francesa y queda con la boca paspada para alimentar a la familia. Pero a riesgo de oler a naftalina y a spray, de parecer amargada o resentida, me apropio de las líneas de Clarice Lispector y grito. Porque hay derecho al grito, yo grito, grito duro y sin propina. Para sacudirnos la modorra de los supuestos, para quitarnos el qué barbaridad y ver un poco más adentro, ahí donde tal vez estemos siendo cómplices.

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