Vie 06.04.2007
las12

URBANIDADES

Corre, limpia, barre

› Por Marta Dillon

(No es habitual contar por qué una nota falla, y es lógico, no hay medio que se haga con intenciones. Pero una de esas notas que nunca salió se convirtió en otra y eso amerita el desliz: la primera intención era rastrear cómo circulan los relatos de la Guerra de Malvinas en ámbitos privados, de padres a hijos e hijas, entre una pareja que empieza a formarse, entre amigos, en la familia. A esa pregunta siguió un silencio que como todo silencio que oculta lo que pugna por ser dicho era denso y oscuro. Entonces hubo que cambiar el foco y hacerse las mismas preguntas en primera persona, recorrer la propia experiencia para develar cuánto cuesta escuchar esos relatos dispersos que merecen ser escuchados por fuera de la historia que se escribe con mayúsculas. Esa nota se publicó el mismo 2 de abril y tuvo como respuesta, justamente, relatos de ex combatientes, ventanas por las que asomarse a esos 60 días que cambiaron la vida y la muerte de tantos que apenas nos animamos a ver. De esos relatos, elijo el que sigue, tal vez porque en él se mezcla el sino de la colimba con el lugar que se les daba a los disidentes: un lugar tradicional de las mujeres, el de barrer y trapear porque, se suponía, no servían para la guerra. Por suerte. Y por desgracia.)

Juego y destino

El batallón Puloi se conformó con aquellos jóvenes de vida irregular, desordenada, demasiado apegada a los excesos que fueron considerados por muchos un riesgo para la misión. Era evidente que no eran tipos fuertes ni preparados y como la gran mayoría allí no entendían de armas y menos de estrategias militares. Por eso se les encomendó una tarea claramente menor pero, por qué no, también patriótica: mantener la limpieza de la embarcación. Cada mañana el batallón Puloi recorría balde en mano, a punta de escobillón, cada milímetro del buque. Ocupando los espacios que dejaban vacantes sus tantísimos superiores, haciendo uso integral de los camarotes, no sólo para descansar sino para compartir esa intimidad que hace lazo, donde la risa y el llanto se ofrecen como parte del pacto... Allí, lejos de la crueldad de un mundo que no les era propio, ejercían la libertad de seguir jugando, inventando las más increíbles conjeturas sobre lo que vendría... convirtiéndose en una usina permanente de información, una voz animada, una fisura, dueños mágicos de las ilusiones pasajeras del resto de la tripulación. Sumergidos y distantes, la travesía los volvió grupo... Humano grupo, que hace trama, instituye identidad y promueve sentido, para no dejarse arrastrar a la certeza infinita de lo peor por/venir... al horror que congela el alma... Con tiempo y espacios, el grupo se preparó para resistir, resistir lo inhumano y sortear el odio que despierta en los hombres este tipo de situación... para preservar lo más sensible y seguir... seguir emocionándose con las tardes y las gaviotas, con los amigos de la gloria, con las bahías encantadas de azules fríos y humos distantes, con esas notas olvidadas que se recuperan o se inventan allí, en un instante. El batallón tenía su fusil en un escobillón, eran niños jugando entre castillos de hierro con olor a escolleras, suturando vivencias y decepciones, amalgamando ilusiones de un mundo mejor.

Entre el grupo nacieron mitos, que aún se recuerdan de tanto en tanto cuando los fantasmas se visten de gala, beben alcohol e intentan encontrar el paraíso perdido... Su nacimiento de fuego fue una tarde durante un ataque certero de la aviación inglesa... En ese alerta rojo la tripulación toda debía correr desde el barco encallado en la bahía hasta los pozos de refugios que habitaban la ciudad; entonces se dieron cuenta: cada historia tiene una verdad oculta y quizá mágica, todos corrían con fusil, pero había cuatro que corrían con escobas, ésa era su arma, el arma con que defendían la tierra amada, la historia, la barriada... pero también su libertad, la irreverente dignidad de esa mirada bella e inocente que contiene el juego cuando existió una infancia...

Oscar Luna
Al recuerdo de Juan Echecopar,
un Puloi de verdad.

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