Viernes, 11 de mayo de 2007 | Hoy
URBANIDADES
Por Marta Dillon en Santa Fé
Ana María Acevedo tiene 20 años. La foto que Susana Paradot, integrante de la Multisectorial de Mujeres de Santa Fe, me muestra de ella es casi un golpe bajo. Tiene la cara deformada por un sarcoma que crece al mismo tiempo que disminuyen las chances de vivir de esta mamá de tres hijos que apenas lee y escribe, que vive con un plan social en el norte de la provincia, en un pueblo que tiene municipio pero al que apenas puede llamarse ciudad: Vera. Detrás de esa foto aparece otra, la de la casa de Ana María, ahí donde su pareja y sus hijos esperan noticias de ella; noticias que llegarán por gracia de algún mensajero, ningún otro detalle de tecnología podría acercar una voz que anticipe el estado de salud de la mamá, su llegada, su definitiva partida. Ana María, de más está decirlo, es una mujer que está afuera. Afuera de la chance de pensarse más allá de ese rancho, de desear algo más que hijos o hijas, de planear cualquier cosa que no sea la próxima, apremiante, comida. Afuera incluso de los derechos que se supone otorga el Estado: a la educación, a la salud, a la libertad. Afuera porque no la ven y entonces es posible hacer con ella cualquier cosa, incluso tomar su cuerpo como campo de batalla donde se disputa una falsa bandera: la del derecho a la vida.
Rebobinemos: Ana María tiene un sarcoma, un cáncer que a su edad avanza rápido. En Vera, su ciudad, la atendieron en un centro de salud pero para sacarle una muela, sin hacer radiografías ni estudios ni ninguna otra cosa. Sin muela y con antibióticos volvió a su casa. Como el dolor no cesaba volvió y fue derivaba al hospital Iturralde, en Santa Fe, donde viajó por sus propios medios. Allí se le detectó la enfermedad y también un embarazo incipiente. Sin consultarla, sin informarla, los médicos consultaron con el departamento de Bioética del hospital para ver si correspondía un aborto terapéutico. La mamá de Ana María, Norma Cueva, demandó por su parte un aborto porque, según le habían explicado, su hija no podría recibir tratamiento estando embarazada. Pero el departamento de Bioética tomó su decisión y partió al medio vidas que ya estaban partidas: que siga adelante hasta el quinto mes, dijeron, después se haría una cesárea y se trataría de salvar así al feto y a la gestante. Ana María pasó esos cinco meses con terribles dolores propios de su enfermedad. Le dieron analgésicos contraindicados en casos de embarazo, pero nada capaz de controlar ese desorden de las células que ahora casi le impide respirar por sus propios medios. En definitiva, el hospital Iturralde abandonó a la mamá de tres hijos a una muerte lenta que todavía no se consuma y a una muerte veloz a ese feto que a los cinco meses fue extirpado y apenas pudo sobrevivir unas horas. “Y bueno –dijo el director del hospital, Carlos Ellena, a los diarios locales–, de todos modos la madre estaba desahuciada, apostamos por salvar a la hija. Además, que yo sepa, el aborto en Argentina es ilegal.” Lástima que no sepa una autoridad tal que el aborto terapéutico sí existe en la Argentina y que además no indicarlo en casos tan claros como éste implica abandonar a una mujer a su (mala) suerte, en fin, abandonarla. Obligarla a atravesar padecimientos innecesarios, quitarle la chance de pasar con sus hijos los días que le quedaron, el derecho a morir asistida dignamente. El problema es que Ana María estaba, está, afuera. Aun con una traqueotomía y en terapia intensiva, ella está afuera. Le quitaron un tiempo precioso que nadie le va a devolver; con impunidad, con ignorancia, los responsables del hospital Iturralde se erigieron en dueños de la vida de ella, incluso del feto que gestaba, ¿para qué?, ¿para sostener una postura ideológica?, ¿para mostrar que tienen el poder?, ¿que son más fuertes? Es una suerte que Ana María haya sido vista por un abogado –Ulrich Lheman conoció el caso porque una tía de Ana María hace tareas de limpieza en su casa– y por un grupo de mujeres que ya no podrán salvarle la vida pero al menos podrán poner el grito en el cielo y tal vez, sólo tal vez, ayudar a proteger a los niños que todavía están en Vera, esperando ver a su mamá, esperando a un mensajero que lleve una noticia a esa casa que a pesar de tener techo, está a la intemperie.
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