URBANIDADES
Fue el domingo cuando la vi a Angie, resplandeciendo como lo hacen algunas mujeres cuando disfrutan del embarazo y a la vez son capaces de reírse sin solemnidad de cuánto les pesa la panza y de cómo, llegando al final, el idilio empieza a convertirse en un conflicto estilo Casa Tomada. La piel completamente tatuada, las orejas atravesadas por unos aros gruesos como un meñique, casi vomita cuando haciendo referencia a su pelo largo –por primera vez desde que es niña– le dije que estaba más “femenina”. No valía decir que era un chiste porque aunque había sorna en el tono algo de mi abuela se había mezclado en esa afirmación pavota. No puedo arrepentirme, también me río –y nos reímos– de eso. Fue un domingo especial, el pasado. Tan especial como cualquier domingo de sol con amigos y amigas que se parecen a la familia (o son, directamente), con mucha comida y bebidas, humos y sonrisas. Tal vez fue eso lo que predisponía a la sensibilidad o la sensiblería, la lágrima fácil, el abrazo con cualquier motivo. Tal vez eran puras ganas. En eso estábamos con Angie, cruzando los dedos para que finalmente se inscriba el nombre de su padre de donde lo habían borrado durante la dictadura para que cuando nazca su hijo se llame como se tiene que llamar cuando me di cuenta, bah, me acordé, que Angie tiene vih. Y que va a tener un parto normal –hasta hace nada se hacían cesáreas de rutina a mujeres con vih– y que está tan relajada que parece mentira que alguna vez, no hace tanto, la primera médica que la atendió le haya dicho que con suerte iba a vivir 10 o 15 años pero, eso sí, no iba a poder tener hijos. Tenía 17 entonces, ahora debe estar cerca de los 30 y a nadie se le ocurre andar poniendo plazos para la chance de proyectar los pasos sobre la tierra.
Es inevitable que me ronde la rotunda panza de Angie en estos días en que el teléfono suena, o llegan mails, y demasiada gente se dirige a mí como si supiera de qué hablan cuando hablan de vih/sida sin nombrarlo. No quisiera que suene a queja, sucede que la vida cotidiana ha domesticado esa sensación de caminar sobre hielo que tenía cuando recién me enteré de mi diagnóstico de vih positivo y entonces no puedo recordar –en serio– cabalmente qué sentí cuando me lo comunicaron, ni cómo hice para no pensar que moriría aun cuando todavía era bastante factible que sucediera. Después de muchos años de pensar y escribir sobre el tema –más de diez– tomé distancia y la distancia cicatrizó algunos desgarros, incluso los que causan los rechazos, las miradas de soslayo, el pánico de, por ejemplo, ciertos dentistas.
Lo que esa distancia –entre el monitoreo permanente sobre mi cuerpo que ejercía hace una década y este blando olvido del presente– no puede borrar es el hecho de saberme privilegiada. Tengo mis pastillas –a pesar de que tengo que abonar la cuota de una prepaga porque la obra social las retaceaba–, mi excelente calidad de vida, amor y la mayoría de lo que se puede pedir. Hoy el vih/sida es un problema grave para quienes tienen muchos otros problemas graves. Y aunque no me gusta correr el cuerpo para poner en primer plano a otras y otros –como cuando se habla de las mujeres pobres–, es inevitable decir y levantar la voz por quienes en silencio padecen el miedo de haberse infectado porque no pueden imponer el uso del forro, porque cuando dicen “sin triki triki no hay bang bang” no se sabe de qué cuernos hablan, porque aun sabiendo que están infectadas mejor no hablar para no sufrir violencia por eso mismo, por estar infectadas, porque se supone que entonces algo habrán hecho para infectarse. El contraste fuerte, el blanco y el negro que alguna vez sentí representando a la vida y a la muerte, ahora es entre unas y otras, unos y otros. Quienes quedamos encima de la línea de exclusión, con algunos recursos culturales básicos, y quienes no. Y en el caso de las mujeres, peor. Porque esos recursos culturales básicos muchas veces naturalizan la violencia, la sospecha sobre la sexualidad de las mujeres, siguen otorgando roles estáticos, expectativas vacuas, sexualidad de piernas cerradas o a medias abiertas, a media lengua, a medio silencio; lo que se hace no se dice y entonces no hables de forros ni de prevención ni de nada. Cuesta creer que la curva de infecciones no haya dejado de ascender en estos más de 20 años. Y crece sobre todo entre las mujeres. Pero, aun así, seguimos hablando en media lengua. Con ritmo de cumbia, está bien, pero sin llamar a las cosas por su nombre.
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