Una niña que abandonó todos sus atributos de niña es el peligro: la pregunta es por su alma escondida, por sueños (suponemos que níveos) amordazados, por cuentos (imaginamos: dulces como la metáfora de la virginidad en Caperucita, inocentes como una doncella bella y delicada que duerme con siete transpirados obreros enanos, a quienes también alimenta)

de finales olvidados, por el camino cuya huella se ha desdibujado. La niña, cuando llega a la tele, es mujer: “Ahora anda perdida (y) donde quiera que esté es mejor que no te encuentre”, so pena de convertir al pobre y desprevenido muchacho mortal en protagonista de un episodio de Mujeres asesinas. Que no es del programa, sino de la campaña publicitaria que hablamos: esa campaña tan transparente para explicar por qué las figuras de las chicas criminales despiertan tanto pero tanto morbo que, mejor, convertirlas en excepciones a las que sólo se las puede abordar desde un estatuto estético, de fábula, de contornos realistas à la Polka. Al miedo mejor neutralizarlo con recurso visual, digamos. A menos que el ojo haya caído sobre la pantalla en horas de la tarde, en el preciso momento en que ella, pelirroja furiosa desde hace años, eterna mujercita de las más clásicas novelas, aguerrida que disimula, alocada que recurre a mohínes Sarah Kay como estrategia retórica, aparece en el medio de las montañas presa del pensamiento mágico. Llega María-Andrea del Boca (como la virgen, como “la Milagrosa” en cuyo honor el pueblo procesiona con velas, niñas de blanco y cantos algo medievales), augura una de amormístico llena de momentos mágicos y besos apasionados con Juan Palomino (dicho sea de paso: no somos dignas, no somos dignas), porque ella no es ninguna perdida: busca novio, parece arrepentida (por algo), las vecinas la quieren y piden por ella en sus oraciones. De todas maneras, atención, que Andreíta tendrá carita de buenaza pero bien que en el primer capítulo irrumpió con pantalones de cuero...