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Viernes, 7 de diciembre de 2007

CLASIFICADOS

Solteritas sin apuro

 Por Roxana Sandá

En su libro Mujeres en la sociedad argentina, la socióloga Dora Barrancos narra la historia de Amelia, una joven cubana que a principios del siglo veinte ingresó en la Unión Telefónica, la empresa inglesa que aglutinaba el control mayoritario de la telefonía local. Amelia, como el resto de sus compañeras, sufrió las generales del reglamento interno: debía ser soltera, no podía conversar con los abonados ni con las otras telefonistas, tenía que pedir permiso para ir al baño y sería sancionada cada vez que cometiera el desliz de generar “tiempos muertos”. A principios de agosto de 1921, un anónimo reveló que Amelia se había casado. La cesantearon de inmediato, sin contemplar sus catorce años de antigüedad en la firma, y hasta llegaron a presentar una carta para impedir que ingresara en la empresa tranviaria Midland Railway, definiéndola como un “elemento problemático”. El 24 de agosto de ese año, Amelia apuñaló en las costillas al director general de la Unión Telefónica cuando éste entraba a su domicilio de la calle Libertad. La herida resultó leve y el funcionario salvó el pellejo, pero ella fue detenida de inmediato. Sin embargo, ese acto desesperado caló en el juez de turno, que la sancionó a ocho meses de prisión domiciliaria, tras considerar “injusto y humillante” el reglamento laboral que impedía el derecho al matrimonio. La casa matriz, en Londres, comenzó a revisar la medida y, finalmente, en los años treinta las empresas de servicios retiraron la exigencia de soltería. Casi ochenta años más tarde, y pese a que en la Argentina la discriminación laboral está prohibida por la Ley 23.592, avisos como el que encabeza esta columna denotan que algunas brechas sólo son cronológicas en tanto no se corte la soga del deterioro social, que tiende el lazo generoso al retroceso de las relaciones laborales y fortalece el apego empresarial a la exclusión social. En lo que va del año, el Ministerio de Trabajo recibió unas 400 consultas por discriminación que denuncian acoso, segregación por enfermedad, color de piel, orientación sexual, religión, edad, ideología, estado civil, maternidad y aspecto físico. Son hijos de la necesidad hereje y de esa tendencia nefasta a naturalizar absolutamente todo lo que da en llamarse vida cotidiana. Las dos imponen sus reglas a una legislación impotente, que todavía no encuentra la letra apropiada para pulverizar esas prácticas violentas.

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