LA VENTA EN LOS OJOS
› Por Luciana Peker
“Cuando su mujer le pida levantar las cortinas, el sí querida va a sonar distinto”, promete la empresa Radog, dueña de un sistema para control automático para cortinas de enrollar, toldos y black out. En concreto, una empresa que promete un control remoto —benditos, odiados, multiplicados y todopoderosos controles remotos de la vida cotidiana— para subir y bajar las cortinas. Pero, más allá del producto, lo llamativo es la venta del botoncito para apretar power en vez de estirar la tela en busca de luz o tener que (¡uf!) deslizar las muñecas para bajar la persiana.
La publicidad —igual que el mercado de los que pueden gastar plata en apretar un botón sólo para no bajar una cortina— es reducida. Por eso, la campaña de Radog viaja en subte. Es lógico. Pero también incómodo. No hay lugar más inhóspito que el subte B en ese momento en que las personas sólo se sostienen a empujones y el regreso implica respirar profundo para zambullirse en la lucha del hombro contra el hombro. Desde la incomodidad más absoluta, Radog propone la llegada de la vuelta a casa como final de largada. Para cualquier mujer —aun la más desordenada, más despreocupada, más independizada— la vuelta a casa rara vez funciona como el final de la jornada.
¿Para los hombres sí? En su sitio de Internet, Radog muestra a una mujer relajada —la tecnología vende por mostrar que hace lo que la/el comprador puede dejar de hacer—, pero en los afiches del subte la imagen es la de un señor con pinta de profesional/ejecutivo/pymempresario al que sus zapatos le cuelgan de un sillón y la mano detenta el poder del power remoto. “Cuando su mujer le pida levantar las cortinas, el sí querida le va a sonar distinto”, promete Radog. Y, además de prometer, proclama: que los hombres llegan cansados y las mujeres cansan, que los hombres se echan a descansar y las mujeres reclaman, que las demandas de las mujeres merecen invertir monetariamente para que cumplir con sus deseos genere menos inversión física, que la responsabilidad de abrir y cerrar la fábrica de la vida diaria es de las mujeres y los hombres (en el mejor de los casos) ayudan (por ejemplo, a bajar las cortinas), que las mujeres tienen que pedir que los hombres las ayuden y los hombres ingeniárselas para complacerlas sin esfuerzo, que los hombres que realizan tareas dicen “sí querida”...
Pero, hay que decirlo, no habría “sí querida” si las mujeres no tuvieran que pedir, sino compartir. No habría botones para deshacerse de amas de casa desesperadas si ser ama de casa —exclusiva o inclusive después de trabajar— no fuera desesperante. Y, en general, no es desesperante si la infinidad de tareas que implica levantarse y acostarse en un hogar es un carro que se empuja a cuatro manos. Ni jefas, ni madres, ni locas, ni hinchas, ni brujas. Ojalá fuéramos queridas. Pero iguales.
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