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Viernes, 14 de junio de 2002

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La enamorada

Ella encontró la horma de su zapato, por cierto un zapato extraño, angosto, chino. Si se los mira bien, todos los zapatos a los que hay que encontrarles la horma son extraños, porque están hechos para calzar un pie que se supone standard (nuestra idea de los pies los reduce a un número: calzamos 37, 38, 39, y ahí se agota nuestra noción y relación con esos dos miembros que deben soportarnos, llevarnos de un lado a otro, ser nuestra base). Todos los pies son distintos, las hileras de dedos se unifican o se escalonan o se desflecan en dedos siempre abandonados ahí abajo y a su suerte. Hagamos una analogía entre los pies y el alma femenina: somos raras. ¿Qué duda cabe? Encontrarle la horma a un alma femenina singular parece incluso más difícil que hallar el zapatito justo, ése que nos calce tan bien que hasta nos haga olvidar que lo llevamos puesto.
Ella, decía, encontró la horma de su alma. La horma es masculina. Es un hombre. Se han conocido como se conocen los hombres y las mujeres, casualmente. Pueden haberse estado buscando así como se muestran, o pueden no haber buscado nada y haberse encontrado igual, o pueden en algunos casos haberse buscado no como se muestran sino como son, no como creen que son sino como son, no como quisieran ser sino como son. Estos últimos casos son fascinantes.
Ella, entonces, se enamoró de él, y viceversa. Ella irradia todo lo que le está pasando. Ella desborda, encandila. Hay algo en él, dice, que no puede precisar, que no sabe describir, que no alcanza a entender, pero eso que late en él la envuelve en capas y capas de hormonas benéficas y de neurotransmisores entusiastas. Ella cree que él es la horma de su alma no porque se haya enamorado, sino más bien se ha enamorado porque cree, y lo cree fervientemente, que él es la horma de su alma. Encajan no solamente sus cuerpos, dice, encajan sus mentes. Y encajan sus miedos y sus sombras, y también sus recuerdos y sus olvidos.
Ella sabe, y lo confiesa temblando, que todos somos mutantes, y teme mutar de alma y que la nueva ya no encaje con la de él, o viceversa. Teme crecer o empequeñecer, teme cambiar, en fin, porque así como es hoy es que encaja con él. Ella sabe, y lo insinúa en voz baja, como quien habla al lado de bebé dormido, que es imposible detener la voracidad de cambio de la vida. Confía y se entrega a la confianza en algún núcleo de verdad de cada uno, en algún río personal en el que sea posible nadar mil veces y sentir el mismo exacto choque contra el agua, confía haber encajado con él en ese núcleo, si es que es núcleo personal existiera, para ahorrarse la vulgaridad de la decepción, o la banalidad del fracaso.
Ella está enamorada, se apantalla con su enamoramiento porque el amor la sofoca. Ella hoy parece una criatura extraña, tan extraña como el zapato de su alma, porque vive en un país en el que la gente hace mucho tiempo ni se enamora ni se deja de enamorar. En ese país los enamorados son una especie en extinción socioeconómica. Ella lo sabe y guarda su perla en un cofre secreto, para no despertar sospechas y para no ser envidiada. Este texto quiere dejar constancia, no obstante, de que aun en medio de los peores desastres hay gente iluminada.

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