TALK SHOW
Genio y figura
› Por Moira Soto
Cuando ya no se está tan joven y fresca queda lo mejor: el estilo, la personalidad”, decía a los 84 en México la siempre glamorosa María Félix, el maquillaje perfecto, la célebre melena negra prolijamente ondulada, el lunar en la mejilla izquierda, las cejas arqueadas (la derecha, un poquitín más arriba, quizás por una distracción del cirujano plástico), aros de diamantes. Y la verdad es que la incombustible diva, desde que entró en el planeta cine (El peñón de las ánimas, 1942), a los 28 -después de casarse, tener un hijo y divorciarse–, supo forjarse una imagen a la que sacó lustre y esplendor a lo largo de muchísimos años, logrando una fusión perdurable de belleza, inteligencia, seducción y agudo sentido del humor. En un país tan machista como México, ella –en los ‘40, los ‘50, los ‘60– se arrogó superpoderes para elegir directores y actores, y también para levantarse a los tipos que le gustaban y después dejarlos caer, no sin cierta elegancia (cuando despachó al celosísimo Agustín Lara, luego de alguna amenaza de él, pistola en mano, se fue a Madrid, donde clamaban por ella y al llegar declaró: “Vine sola porque no podía viajar con un hombre que aquí es más famoso que yo”. ) Como sentenció Octavio Paz: “La gran película de María Félix es la propia María Félix, que nació dos veces: una, el día que su madre la echó al mundo; otra, en el momento que decidió inventarse”.
A la altura de Dietrich, de Garbo, que eligieron ser leyenda y se liberaron de sus respectivos (pretendidos) pigmaliones, María, La Doña (título que se ganó después de que Rómulo Gallegos la eligió personalmente para que protagonizara el film Doña Bárbara, 1943) se hizo a sí misma y nadie –ni el amor más incandescente– logró apartarla del camino estelar que se había trazado. El talentoso cholulo y novelista, Terenci Moix sostiene que si bien la materia prima y el perfil básico estaban cuando María enfiló para Francia en los ‘50, en París recibió besos y lecciones del escritor Jean Cau, quien le habría dado ideas sobre cómo pulir su imagen en los aspectos culturales. Pero lo real es que para esas fechas, la diva ya era amiga de Diego Rivera y Frida Kahlo, con quienes se rumoreaba que hubo un menage ‘a trois (en un excelente documental que emitió hace poco TVE, por cable, se mostraba sobre una puerta de la casa de la pareja de artistas una leyenda de aquellas épocas que decía que ese cuarto era de Diego, María y Frida). También se trataba con Rufino Tamayo y otros artistas, escritores, poetas. Y había inspirado a Lara –entre otros temas– María Bonita, canción amorosa que posteriormente se convirtió en el himno con que la estrella era recibida en festivales, homenajes, estrenos, aeropuertos. “A Agustín lo quise mucho pero no a ciegas”, declaró en los ‘90. “Para eso hay que perder el control de la voluntad y yo nunca me entregué completamente a un hombre, aunque quise a muchos.”
En territorio argentino, la morocha de cintura de avispa y voz grave (en parte debido a su afición a los puros) dejó una víctima doliente de sus desplantes. Vino en enero de 1952 a filmar un melodrama de Luis César Amadori, La pasión desnuda, donde para no variar se le asignó un rol de mujer ultrafatal: la aventurera Malva Rey. El galán elegido, Carlos Thompson cayó prontamente muerto de amor. María le siguió el tren, se divirtió y hasta se habló de casamiento en Montevideo, apadrinado porAmadori y Zully Moreno. Pero he aquí que la estrella se dio vuelta como un guante, volvió a México (dijo que extrañaba mucho), fue recibida por el charro cantor Jorge Negrete, enamoradísimo, y los dos superídolos se casaron con todos los chiches folklóricos. El le regaló un despampanante collar de esmeraldas y diamantes. A los pocos meses, se supo que Negrete, enfermo de cirrosis, tenía los días contados. Murió un año después de la boda y María hizo el papel de viuda desgarrada que su público esperaba ver, pero no soltó la joya, de la que faltaba pagar alguna cuota.
El mismo año que se quedó viuda, MF, de rutilantes 40 años, encarnó a una dama de las camelias a la mexicana, en Camelia (1953), de Roberto Gavaldón, que se exhibe localmente el próximo 20, y El rapto, de Emilio Fernández. Enseguida se fue a Francia e interpretó a un alma casi gemela, La bella Otero (1954), y French Can Can, de Jean Renoir, gran amigo. Regresó a México y, entre otros films, hizo con Buñuel Los ambiciosos (1959). Volvió a engancharse con toreros, magnates, pintores. Su último chevalier servant, Antoine Tzapoff, tenía 30 año menos que ella pero apenas se notaba. El también la pintó, como antes lo hicieron Tamayo, Rivera, Lenora Carrington, Leonor Fini. Murió hace dos años y medio en México DF, el mismo día de su nacimiento, un 8 de abril, bajo el signo de Aries que tan imperialmente supo representar, sin perder jamás ni la lucidez ni el ingenio, preferiblemente vestida por Dior o por Patou, con alhajas que le diseñaron especialmente Cartier y Van Cleef.