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Tratamiento de risa
› Por Moira Soto
Tantos años de terapia hablando sobre mis padres y resulta que ahora, a los treintipico, los tengo en mi casa, viviendo conmigo, en una situación muy complicada”, dice la actriz y escritora Julia Sweeney en un momento de su espectáculo God Said Ha (Dios dijo: Ja), que viene representando con mucho éxito desde hace unos años (empezó en Broadway, hizo un par de temporadas y ahora prosigue con su show a través de giras y eventos relacionados con la lucha contra el cáncer), fue editado en video en los Estados Unidos en el 99 con producción de Quentin Tarantino y el texto también apareció publicado como libro, convirtiéndose en best-seller.
Julia Sweeney es una notable comediante, que además de participar en diversos films (Stuart Little, Beethoven 1 y 2, entre otros) y producciones de TV (sobre todo descolló en los primeros 90 en “Saturday Night Live”, haciendo el desopilante personaje de Pat), escribió guiones y otros libros con impronta humorística. Lo que se atrevió a hacer Julia Sweeney fue narrar –recreando, sintetizando, estilizando– con un personal humor negro, irónico, punzante y a la vez tierno, que no excluye fugaces e impactantes toques emotivos, el año más desastroso de su vida: 1995. Desastroso pero también muy intenso desde lo afectivo, de reencuentro familiar aún en la invasión y en la diversidad de opiniones y estilos, de aceptación de las misteriosas y terribles injusticias de la vida con los mejores recursos: la generosidad, la tolerancia y muy particularmente, el sentido del humor aplicado a las circunstancias más dolorosas y desesperantes. Porque para el cáncer, según de qué tipo sea, existen variados tratamientos, en muchos casos de resultados positivos: Julia Sweeney, por su lado, decidió recurrir al de la risa, y si no logró salvar la vida de su queridísimo hermano Mike, al menos le hizo más llevadero ese último año de vida. Año en que, atendiendo en su casa a Mike, con sus padres y otro hermano de huéspedes permanentes, la propia Julia recibe un diagnóstico de raro cáncer cervical (del que tiempo después saldría lo suficientemente curada como para contarlo en un espectáculo).
En pocas palabras, esto es lo que relata J. S. en primera persona. Después de un matrimonio de tres años y de un divorcio amistoso (“made in heaven”), la comediante de “Saturday Night Live” se compra un adorable bungalow en Hollywood, lo decora a su gusto, se lleva a sus tres gatos y se dispone a realizar cenas gourmet, con conversaciones inteligentes (“Comentaré con mis amigos el último film de los Coen”), escuchar la música clásica que siempre le gustó y escribir guiones maravillosos (“que todavía están en mi cabeza”). Cuando sus planes empiezan a cumplirse, su hermano menor Mike le anuncia que sufre un avanzado –y al parecer irreversible– cáncer de pulmón, y que no quiere internarse en un hospital. Julia se lo lleva a sucasa y le cede su cuarto, lo acompaña a las sesiones de terapia, siempre aliñadas con chistes despiadados (por suerte, Mike no se queda atrás en esto de ver creativamente el lado risible de su enfermedad, y de la vida en general). Poco después llegan los padres y se instalan en el cuarto de huéspedes, y al rato se hace un hueco en el escritorio de Julia otro hermano, Bill (“en realidad, un dealer en pequeña escala, pero mi mamá prefería pensar que era muy popular, aunque le asombraba que tantos amigos vinieran a verlo solo por cinco minutos”).
De modo que Julia, en el año que piensa disfrutar de la soledad como un lujo y organizar su vida a piacere –sin excluir algún novio cama afuera– se encuentra con: su adorado hermano que pese a los tratamientos desmejora día a día; su padre que escucha el mismo programa de radio pública de siempre y que se cree que los conductores son sus amigos (“Johnny dijo esta mañana algo contrario a lo que vos estás opinando”); su madre que entrelaza arbitrariamente comentarios sobre el color de un melón, la travesura de un gato y la pérdida de las llaves del auto, cuando en verdad quiere hablar de otra cosa, mientras enciende la TV y pone un disco de la música celta de moda; uno de los gatos decide irse a vivir con un vecino y cuando Julia lo va a buscar, le dice con su mirada felina: “lo siento, pero prefiero quedarme aquí”. Y Mike que empeora y su hermana que le regala una remera de Reservoir Dogs que él llevará puesta su último viaje al hospital. Pero antes, en una visita de rutina al gineco, Julia descubre lo del extraño cáncer cervical y la inminencia de una histerectomía. Vuelve a su casa y se lo cuenta a su familia: “Claro, no pudiste aguantarte dar la noticia, como buena actriz no soportabas que yo fuera el protagonista tanto tiempo”, se burla Mike. De educación católica (en la foto el día de su Primera Comunión), Julia trata de complacer a su hermano que no quiere asistencia religiosa, pero el padre trae a un sacerdote irlandés bastante piola y el moribundo tranquiliza a su hermana: “No estuvo tan mal después de todo”.
Julia sale bien de la operación, le salvan los ovarios, pero uno desaparece de las radiografías. La actriz, que ha decidido no tener hijos biológicos, le pregunta al médico: “¿Es normal que un ovario se escape cuando lo eximen de responsabilidades?” Es que cuando supo lo complicado que del trámite de fertilización que incluía un alquiler de un vientre (“entonces debo conocer a un chico y a una chica) y la posibilidad de seis donantes de esperma, Julia se disculpó: “Perdón, pero he perdido mi agenda”.