Vie 03.02.2006
las12

TALK SHOW

Chajarí no perdona

Estrenada hacia fines del año pasado y recientemente repuesta en el Teatro del Abasto –donde también se está representando Harina, una valiosa pieza en otro registro con la que, sin embargo, guarda alguna afinidad– Un amor de Chajarí descuella, por su originalidad y por la calidad de todos sus rubros, como una de las mejores propuestas de la cartelera teatral porteña. Se trata de uno de esos espectáculos en los que –como en el caso de Nunca estuviste tan adorable– dramaturgia, puesta, actuaciones, escenografía, vestuario, luces, música se potencian, funcionando como un todo muy afinado e integrado. Por supuesto que aquí tenemos una mente rectora, un editor responsable talentoso y riguroso, Alfredo Ramos, el Pollo, no por azar discípulo y colaborador de Ricardo Bartis.

Según la gacetilla, muy bien escrita aunque se pone de parte del personaje de Faustino (el que traicionó por interés un amor verdadero y ahora reparte lonjazos a mujeres que no se pueden defender, y prácticamente viola cuando le viene en gana a su esposa tullida) diciendo que la paralítica, la cuñada y una falsa maestra “resecan su vida obligándolo a exiliarse en el pozo”, Un amor... es un “grotesco rural”. Y en esto de adentrarse en la Argentina profunda, degradada y envilecida por el abandono de los poderes de turno, la pieza de Ramos se emparienta con otra lograda obra presentada el año pasado en el teatro del Pueblo, Llanto de perro, de Andrés Binetti.

Con recursos de artista plástico, Félix Padrón creó una escenografía casi conceptual, de gran sugestión, que desde luego se prolonga más allá de los límites del escenario, gracias al diseño espacial y también a las luces como siempre magistrales de Jorge Pastorino y a la incitante banda de sonido (voces de animales, disparos, lluvia y truenos) de Carla Balboa. En ese sucucho mustio, estancado hace añares, cobran relieve dos objetos extraordinarios: esa especie de cabina hecha con tablones por la que Faustino desciende infructuosamente en busca de oro negro, y la silla de ruedas armada con requechos donde aguanta Ethel, lisiada por culpa de una viga que quizá le mandó Alá (la chica, de familia turca, sigue siendo musulmana) para que no consumara ese matrimonio al que fue obligada a los 14. Faustino, por ese entonces de amores con una joven de Chajarí, aceptó la oferta del padre de Ethel a cambio de quedarse con una estación debajo de la cual se suponía que había petróleo.

Han pasado 16 años durante los cuales Faustino –lo confesará en algún momento de defensas bajas– se ha vuelto malo, se ha embrutecido por resentimiento de lo que perdió y frustración por lo que no consiguió. El hombre se abusa de Ethel y de su hermana Zulma, un personaje estrafalario, muy curtido por la mala vida, decidido a extraer fluido vital de Faustino y darle así el ansiado gurí, porque, al cabo, son familia. Mientras que Ethel, dispuesta a no entregarse sin lucha a la fatalidad que la privó del sueño de estudiar de maestra, experimenta descargas eléctricas en ranas muertas, un tratamiento que luego se aplicará a ella misma (en una escena fantástica, de corte frankensteiniano) para volver a caminar. La llegada de un cuarto personaje, una forastera, subvertirá el precario orden machista establecido con un impacto tremendo, dramáticamente impecable, visualmente arriesgadísimo.

Analía Sánchez (La virgen del lavadero, Rápido nocturno) rinde una labor memorable como la “princesita musulmana”, con el justo toque de inocencia, dignidad en la desgracia y resistencia. Al igual que los demás intérpretes, la actriz encontró la voz y el acento litoraleño justos (“Eugenio Soto fue mi diapasón, él tiene la tonada muy incorporada y yo lo sigo, pero siempre hay que cuidarse mucho de no salirse en alguna inflexión, también de no caer en la caricatura”, dice la actriz). En parejo nivel, Karina Frau Olivera (Zulma), Gabriela Moyano (también cantante de tangos y compositora, autora de la música de Un amor... junto a Fernando Tur y Pablo Bronzini) y Eugenio Soto se mimetizan en forma alucinante con sus personajes, a los que Ramos, además de haberles dado un lenguaje campero con anacronismos extremadamente cuidado, mira con cierta ternura y, hasta donde puede y a quienes puede, les da una segunda oportunidad.

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