TALK SHOW
› Por Moira Soto
Venía de Inglaterra donde había empezado a actuar en cine y teatro, pero había nacido en Escocia e hizo en Hollywood una escala de veintipico de años con una escapada más que justificada para protagonizar la terrorífica producción inglesa Posesión Satánica (1961, muy vista por el cable), culminando su carrera con otro film hecho en Gran Bretaña, The Assam Gardner (1985), realización de Mary McMurray que se adelantó a la temática de la buena convivencia con los inmigrantes y que no se distribuyó fuera de su país de origen por problemas jurídicos.
Era pelirroja pero no respondía al arquetipo fogoso y picante de las Maureen O’Hara, Rita Hayworth, Eleanor Parker, Ann Margret. Ni siquiera se soltaba el pelo, salvo que el rol (Quo Vadis, 1952) lo pidiera, pero lo habitual era que lo llevara recogido o corto, cuando no bajo una toca de monja, no precisamente asexuada (Narciso negro, 1947; El cielo fue testigo, 1957; Casino Royale, 1967). Aunque comenzó trabajando para sellos poderosos como la Metro, Hollywood nunca le pasó por encima, ni siquiera la rozó el rumor de la farándula, mantuvo una resistencia firme y tranquila a toda invasión a su privacidad y defendió un estilo de vida propio, aun cumpliendo estrictamente sus obligaciones contractuales. No se le conocen antojos de diva aunque fue una estrella con todas las letras, particularmente durante la década del ‘50. El público, que a veces no se equivoca, supo apreciar su natural distinción, su belleza pulcra, esa rara mezcla de sutileza e intensidad en sus actuaciones.
Fue el gran amor de dos hombres talentosos estrechamente relacionados con el cine: el impar director inglés Michael Powell (que la dirigió en Contraband, su debut fílmico, a los 20, pero esa breve aparición quedó en la sala de montaje por cuestiones de ritmo: Powell, que pronto la compensaría con The Life and Death of Coronel Blimp, de 1943, y sobre todo, Narciso, la recuerda en su autobiografía, en aquel primer papelito, como “una chica maravillosa de largas y estupendas piernas y ojos amorosos”), de quien se separó tiempo después de iniciar su carrera en los Estados Unidos, y el escritor Peter Viertel (“me enamoré nada más verla en 1959”, declaró este amigo y colaborador de grandes realizadores), con quien convivió casi 50 años y quien escribió de ella en 1996, en la revista española Nickel Odeon: “Deborah tiene una habilidad innata para interpretar en el escenario y en la pantalla a un ser humano completamente opuesto a ella (...), al verla nos olvidamos de que es una actriz que actúa (...), una humanidad esencial, una grandeza de espíritu que se refleja en todas sus interpretaciones, y la cámara no miente: su nobleza es genuina”.
Deborah Kerr murió el pasado 16 de octubre pero la noticia se dio a conocer un par de días después, quizá respetando su proverbial discreción, esa timidez nunca superada. Hace diez años, cuando aún vivía con su marido Peter en Marbella, España, le concedió una larga entrevista al cineasta José Luis Garci, adorador incondicional de la actriz de The Grass is Greener (foto), con quien repasó su filmografía dando continuas muestra de lucidez, modestia, generosidad, pasión por el cine. “Mi vida en Hollywood nunca fue glamorosa, no fui a la Metro como una chica explosiva sino como una joven actriz. Nunca he sido de salir a los sitios de moda”, declaró con sencillez. A través de esa conversación, fue definiendo con palabras justas e inteligentes a actores y actrices que la acompañaron, a realizadores que la dirigieron, opinando con precisión sobre el arte, la fotografía, los guiones de sus películas. Su honestidad la lleva a reconocer que ciertos personajes que le dieron fama, como la piadosa Ligia de Quo Vadis, eran muy lineales, de una sola cara y precisamente por esa razón, “los más difíciles de representar para no resultar ridícula, ñoña, estúpida”... Pero pronto llegó el resarcimiento con De aquí a la eternidad (1952), pese a que de movida el patrón de la Columbia prefería a Joan Crawford. El guionista Daniel Taradash y el director Fred Zinnemann apostaron por Deborah para el papel de la esposa adúltera en una base de Hawaii. Fue su primer papel de norteamericana, “un ser humano lleno de soledad y tristeza (...). Podría ser la esposa de cualquier militar. Más aun, quedó claro que la mujer de cualquiera, fuese quien fuese, podía tener una aventura sin que esa conducta la definiera como puta. El persona de Donna Reed (la prostituta) era más limpio que muchos de esos personajes de mujeres dignas que aparecían en el cine norteamericano. Fue una película muy feminista. Además, la química entre Burt Lancaster y yo funcionó al cien por cien. El estaba genial”. De aquí estrenada en pleno verano y con poca promoción se convirtió en un suceso masivo, hubo que agregar funciones. Después, Deborah Kerr hizo, entre otros personajes recordables, la princesa Flavia de El prisionero de Zenda (1953); la institutriz de El rey y yo (1956); otra esposa infiel, mujer de un profesor que se acuesta con un alumno sospechado de homosexualidad en Té y simpatía (1957) y, por cierto, en la plenitud de sus recursos, el gran suceso romántico Algo para recordar (1957), una vez más junto a su admirado Cary Grant. También actuó magistralmente en Mesas separadas (1959), Tres vidas errantes (1960), Posesión, La noche de la iguana (1964), pero la Academia, si bien la candidateó, nunca le dio un Oscar. De modo que en 1996, en un gesto tardío de reparación, le adjudicaron una estatuita honoraria.
De aquí a la eternidad, el martes 6 a las 15 y a las 20 por Film & Arts
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