Vie 17.01.2003
las12

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Hacer justicia

› Por Moira Soto

Si no la vieron nunca, prueben por favor mañana sábado, a las 15 o a las 20, por la señal de cable Hallmark: la serie se llama “Judging Amy” (“Juzgando a Amy”) y aquí fue rebautizada “La juez Amy”, pese a que en los subtítulos se traduce en femenino –jueza, claro– el cargo de la protagonista. Empezó a emitirse en 1999 en los Estados Unidos, con buen suceso, y en el camino cosechó nominaciones y premios. Está inspirada, si bien instalando sus historias en nuestros días, en episodios que vivió la madre de la actriz que encabeza, primera mujer graduada en leyes en Harvard, que actualmente integra la Corte Suprema de Connecticut: ambas portan el nombre de Amy Brenneman, y por cierto es la hija (a la que recordarán como la novia de Robert De Niro en Fuego contra fuego) quien llevó adelante este proyecto. Lo ideó, se convirtió en su productora e intérprete. Para desarrollar la línea principal convocó a la novelista Barbara Halle, también autora de algunos de los guiones (junto a Lyla Oliver, Nicole Yorger, Natalie Chardez, entre otras/os libretistas).
Dentro de un reparto irreprochable se puede destacar, aparte de la adecuada Brenneman en el rol de la jueza que sentencia en casos relativos a chicas y chicos, a la grandiosa Tyne Daly (inolvidable en “Cagney & Lacey”, en los ‘80) como la madre curtida, protectora, irónica, dura por fuera y tiernísima por dentro. Otra que afana cámara con encanto e inteligencia es Jillian Armenante en el inefable personaje de empleada de la Corte, Donna, que queda embarazada de un presidiario sin saber que se trata de un asesino. Entre los actores, Dan Futterman da realce y riqueza de registros a Vincent, el hermano más querido de Amy, y el negro Richard T. Jones, con su distancia cáustica, es un asistente sexy que justifica plenamente que la jueza haya tenido un romance con él (pese a que los chusmeríos sobre esa aventura complicaron la vida de la magistrada).
Como toda buena serie de tintes legales estadounidense, “Judging Amy” no sólo presenta un espectro amplio, interesante, a veces sorprendente de casos ligados a la infancia y la adolescencia, sino que también despliega varios relatos paralelos en sus capítulos de una hora. Amy, madre de una niña de siete años, está divorciada y por ahora coquetea con un profesor de karate más joven, antes fue fiscal en N.Y. y ha vuelto a su terruño -Hartford, Connecticut– a la casa de su madre Maxine, asistente social que se consume de indignación ante la inoperancia y la corrupción que afectan a los chicos más desafortunados. Ella es tan idealista, sensible y generosa como su hija Amy, aunque ciertamente más iracunda.
De modo que la compleja y a la vez transparente trama de la serie transcurre entre los casos que Amy encara y arbitra en la Corte (desde una chica de 15 que dejó a su bebé no deseado en la puerta de la iglesia un día muy frío y se murió, hasta un asunto de presunta posesión satánica de una niña), la problemática infantil que atiende Maxine en su oficina, la vida cotidiana en la casa familiar que reúne a tres generaciones de mujeres –y a la que acuden regularmente Vincent, otro hermano casado y su crispada mujer, la adorable Donna, etc.), entre las cuales se hace oír la más chica, Lauren, un pizpireta que pone en aprietos frecuentemente a su madre Amy. Es que a la jueza a veces le resulta más peliagudo entenderse con su mamá y con su hijita que pronunciarse en casos tan complicados como el de las adolescentitas que, por despecho después de haber sido reprendidas, inventan que el entrenador del colegio quiso abusar de ellas. La defensa alega que no son responsables, presenta una nota de arrepentimiento y pide que se borre el cargo de falso testimonio; elacusado en falso dice que con disculpas no basta, que la mentira manchó su reputación, que nunca la recuperará del todo. Y Amy, después de pensársela, manda a las chicas a pasar el día en la misma celda en que el profesor pasó diez. Para que tomen conciencia in situ del gran daño que causaron y esa vivencia se les grabe en la memoria.

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