MIGRACIONES
› Por Sandra Chaher
“Las fronteras fueron hechas para organizar nuestras instituciones, no para que nos consideremos enemigos.” Con esta frase, incluida en las conclusiones, las asistentes al Taller de Migraciones sintetizaron muchas de las sensaciones que habían dejado salir en el día y medio previo: dolor por el desarraigo, necesidad de contar sus experiencias para ir sanando heridas, falta de derechos, necesidad de políticas públicas que los ayuden a sobrellevar lo que ya es penoso desde el inicio, y una ley que las ampare.
Fedra era una de las secretarias del taller. La última tarde llegó con un papel en el que había resumido los temas tratados y sobre ese eje se armaron las conclusiones: por qué migran las mujeres; quiénes son los responsables de esa migración; la necesidad de luchar por los derechos sin distinción de nacionalidad, “porque somos todos pueblos oprimidos”. Tampoco descuidaron la coyuntura: el repudio a la visita de Bush, como emblema de los opresores; la denuncia contra España por el trato a los migrantes africanos; y la solidaridad con bolivianas y peruanas detenidas por Gendarmería en La Quiaca en contenedores y acoplados.
Fedra tiene modos que invitan al diálogo y la contemporización. Pero también lleva el dolor en los ojos. ¿Sabrían sus padres al bautizarla que su nombre era sinónimo de tragedia? A esta Fedra peruana de 36 años, el destino también le vino impuesto por la familia. “Desde que tenía 7 yo sabía que vendría a estudiar a la Argentina, era algo de familia.”
Se suponía que un tío ya afincado en Rosario pagaría sus estudios. Pero cuando llegó, se encontró con que el tío era colectivero, tenía cuatro hijos y pagaba una vivienda del Fonavi, con lo cual ella estudió y trabajó. “Llegué hasta cuarto año de ingeniería de sistemas, ahí quedé embarazada, me casé, era la época de la inflación y dejé de estudiar y trabajar. En 1991 nació mi primer hijo, dos años después el segundo, y en 1994 me separé. En Perú hay mucho machismo: la mujer está siempre en la casa, plancha, cocina y acata órdenes, siempre en segundo plano. En Perú no se habla de menstruación ni sexualidad y pocas tienen relaciones con diferentes hombres antes de casarse. Y yo así me comporté con mi marido, como una peruana sumisa. Cambié cuando tuve que empezar a sostener a mi familia.” Pero no fue fácil conseguir trabajo: “Rosario es una ciudad con gente de tez muy blanca, se complica para las peruanas, de ahí dicen que son las mujeres más lindas del país, ¿no?”. La recesión de fin de siglo y la crisis que siguió encontró a sus hijos yendo dos veces por día a un comedor comunitario. “¿Por qué no volví a Perú? Para no decepcionar a mis
padres. Yo no pude terminar mis estudios, que era lo que ellos querían. Y ahora estoy contenta de estar acá. Allá es muy difícil conseguir trabajo para la clase media, para ser secretaria tenés que tener título universitario. A un trabajo como el de moza que tuve yo, sólo va la gente de clase baja. Y yo no quería volver a eso.”
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