› Por Irene Meler
A diferencia de las tendencias que caracterizaron a la modernidad, en los tiempos actuales, no existe una presión tan intensa hacia la uniformidad estética entre las mujeres. La moda, que en otros tiempos –como los años ’50 y ’60– fue caracterizada como una tiranía (ya que se hablaba de los “dictados” de la moda) hoy establece un espacio para la diversidad de estilos estéticos, lo que incluye cierta variabilidad de los cánones de belleza. Es posible ser rubia o morena, tener el cabello liso o ensortijado, pero ¡ay!, existe un ideal estético que no ha claudicado en su pretensión de universalidad y es el que se refiere a la delgadez propia de la juventud dinámica y atlética.
Lo que ocurre es que la aceptación de la diversidad, propia del mundo globalizado, se ve contrarrestada por un ideal de perfección que deriva, entre otros factores, de la aspiración de omnipotencia que estimulan los avances tecnológicos y que incluye la creación de una industria de la medicina estética, donde la carne viva se corta y se cose, se aspira y se estira para generar la ilusión de detener el tiempo.
Como todos los avances, éste presenta virtualidades positivas y otras siniestras. Es favorable poder corregir, sin grave riesgo para la salud o la vida, algún defecto físico que aflige al sujeto y hace difícil su vida social o amorosa. Pero resulta opresivo que el camino canónico para mantenerse socialmente vigente pase por un quirófano. Y esta fuente contemporánea de opresión aflige de forma diferencial a las mujeres –que todavía son consideradas como objetos de deseo–, aunque la creciente paridad social y económica esté generando un paulatino pasaje de los varones más jóvenes a una condición de objetalidad erótica que, como todo, es en parte favorable y en parte lamentable.
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