Ciertas niñas en particular están más expuestas a sufrir distintos tipos de violencia: las pertenecientes a minorías étnicas, las que padecen alguna discapacidad y las lesbianas (que son más victimizadas que los jóvenes homosexuales). En Canadá, una investigación sobre seguridad realizada durante 2007 en una secundaria de Toronto visibilizó la tendencia a la violencia contra niñas musulmanas (“un alumno había tirado al suelo en el vestíbulo a una de ellas y le había dirigido burlas de claro contenido sexual; otra niña musulmana había sido obligada a practicarle sexo oral a un alumno en los aseos mientras otro vigilaba la puerta. Se vio que estos episodios formaban parte de una serie de agresiones y que se había hecho muy poco —por no decir nada— para proteger a las víctimas”). En Estados Unidos, una adolescente lesbiana de Texas contó a Human Rights Watch que, mientras sus compañeros homosexuales reciben más amenazas físicas, “es más probable que a una alumna la hostiguen sexualmente y la amenacen con actos de violencia sexual”. Ese mismo estudio concluyó que “cuando el profesorado y la administración de la escuela no actúan para evitar el hostigamiento y la violencia, transmiten el mensaje de que los alumnos pueden hostigar, y permiten que se forme un clima en el que éstos pueden sentirse con derecho a incrementar el hostigamiento (...) hasta llegar a actos de violencia física y sexual”. En países europeos, las niñas inmigrantes son objeto de tratamientos similares. Cabe preguntarse qué sucede en Latinoamérica cuando estos indicadores se cruzan con los de clase socioeconómica.
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