› Por Eduardo Aliverti
Sí, es cierto, vengo a ser una especie de militante antiArjona. Pero no es que no puedo soportarlo y listo, porque si es por eso uno no tolera a mucha gente y entre ella músicos, solistas, bandas. Sin embargo, lo de este tipo es casi inexplicable.
Es un terrorista métricosintáctico. Sus rimas y metáforas son un mamarracho indescriptible, hasta el punto de parecer una estructura cómica, ridícula ex profeso, que usaría para reírse de sí mismo o a fin de mofarse de las chongadas románticas. Pues no. El aclara que no y lo aclara muy en serio. Más todavía: la nota de respuesta que le envía a Fito es tan enroscada, tan pornográficamente adjetivada, tan improbable de seguir sin releer varias veces, que deja claro estar ante alguien que debe creerse Góngora sin joda. Y hay la yapa de que su basamento rítmico tampoco ofrece particularidad alguna y no llega siquiera a ser pegadizo, precisamente porque sus atentados métricos no resisten el encaje con la melodía. Entendámonos: no es chinguichingui, no es una que sepamos todos para pasar el rato, no es que canta mal pero queda disimulado por lo melódico, o no es que esto se subsume en que canta bien. No, no y no: es malísimo de toda maldad. ¿Y entonces? Y entonces no sé. Lo único que se me ocurre, como hipótesis muy doméstica, es que el público que lo sigue encuentra en esas letras bizarras algo así como una sencillez compleja y que, en consecuencia, siente al adefesio como un hecho provocativo, raro pero entendible, o incomprensible pero curioso.
Y el resto lo haría que el tipo está fuerte y esa cosa de algunos públicos masivos, capaces de sentir que el cantante dedica los temas al oído y sentimientos particulares de cada quien. De otro modo, a mí por lo menos no me entra en la cabeza que enormes multitudes se enganchen con que hay que aclarar el panorama porque hay pingüinos en la cama; o que algo es más raro que ver a Lady Di en el subte de París.
Como también es conocido que no me banco a Calamaro, podría señalárseme que no hay mucha diferencia que digamos entre eso y llevarse la flor y la ceniza para dejar el florero y el cenicero. Por ejemplo. Pero no es lo mismo. Calamaro tiene una historia en su género, y algunos o varios temas muy buenos, de última es tarareable y entra en el rango de los fenómenos o impactos que uno puede no compartir pero sí razonar como descifrables. Arjona no. No cabe en ninguna categoría de calidad mínima, en nada de nada. Supongo, también, que su caso se relaciona con la devaluación que sufre el buen gusto a nivel de este tipo de masividad. Y más específicamente, el crecimiento del desprecio por el buen lenguaje. O, de piso, por las armazones poéticas o de rimas vulgares pero con algún sentido común. Si se escucha “no te vayas corazón/no te vayas ilusión”, o el rimado pega mano con verano y mundo con profundo, uno dice que es grasa, mediocre, barato, fácil mal. Pero, de vuelta: tiene lógica. ¿Cuál es, en cambio, el raciocinio que puede aplicarse a las barbaridades que escribe y compone Arjona? Ninguno, como no sea –para subrayar aquello de la teoría de café– que el tipo encontró un código de lo raro o, mejor, de lo escatológico. Que eso prendió muy fuerte por alguna razón. Y que entre él y su público lo retroalimentan, al código, porque hallaron una suerte de símbolo de pertenencia, de identificación, a través de lo horrible. Como otras tribus urbanas, después de todo.
Pero bueno. Mejor voy a fijarme si no hay aves marinas en la cama que aclaren mi perspectiva.
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