Viernes, 28 de mayo de 2010 | Hoy
Por Maria Pia Lopez *
1. La semana pasada hubo una marcha, en una ciudad llamada General Villegas, de apoyo a tres adultos jóvenes que tuvieron sexo grupal con una niña-púber de 14 años, filmaron las piruetas y las subieron a la web. Decenas de personas se movilizaron para pedir que un delito no sea considerado delito, sino mero divertimento, con espíritu de despedida de soltero y rancia persistencia en las costumbres pueblerinas. La marcha vecinal incluía niños y mujeres. Entre ellas, la esposa de uno de los involucrados.
Algo muy profundo en la cultura argentina, muy extendido y vasto, permite comprender eso. Porque la calificación de delito es un ejercicio legal, pero no se liga, inmediatamente, a lo que una sociedad sanciona o tolera. En muchos momentos, la televisión pone en escena un tipo de discurso y de visión sobre las mujeres que no deja tópico machista sin abonar. Y el éxito del showman Tinelli no puede separarse del modo en que interpela esa sordidez última de la fiesta de muchachones. Tanto como interpela, en otro registro, la identificación sensible con la asistencia al débil o al minusválido. Las buenas vecinas pueden lagrimear por los ciegos que bailan con destreza mientras hacen la vista gorda ante los deslices de sus maridos. Para que esa conjunción sea posible, la víctima debe ser tratada no como débil sino como puta, provocadora, “vaguita”.
Lo que aterra es el modo en que las mujeres son habladas por el mismo discurso que las sitúa como víctimas, ya del abuso, ya de la infidelidad. Piensan lo que sucede al modo masculino de la justificación. Y del otro lado de la trinchera nos dejan también vacantes de palabra: a nuestro alcance sólo nos queda la ley. Decir: es delito y debe ser sancionado, como ante otras situaciones podemos afirmar que es un derecho. Y es claro que no alcanza la lengua de la ley, pero de otra lengua sólo hay hebras, huellas, rastros. Sólo en esa otra lengua se podría decir una defensa no legal de las chicas abusadas, una lengua capaz de hablar del deseo y la fiesta, pero también del temor y la incapacidad de huir de lo que se coloca como horizonte. Quizás una adolescente es todo eso: ni una virgen a la espera del enamorado ni una amazona capaz de saltar de la encerrona. También, cuerpo entrampado en la lengua del otro, hecho de palabras que fijan y sitúan. Tanto como la esposa que marcha por las calles.
2. No se puede estar cómodo en la lengua. Salvo que se la disponga como instrumento y se acepte su formalización extrema como estereotipo. He leído intérpretes magníficos de sus lenguas. A otros los he escuchado. Recuerdo un amigo que tenía que leer en público un hermoso y fundamental escrito y todo su cuerpo temblaba. A otro, virtuoso tañedor del español, le disgusta una voz que percibe demasiado habitada por la fragilidad. Una voz, dice, casi femenina. A otros los he visto empaparse y vivir de esa inmersión. Pero no me interesan los otros usos. No cuando la lengua se formaliza, y el hablante hace suyo un tono que en cierto modo está prescripto por el género de ese discurso o por el rol socialmente atribuidos. Entonces, se habla como profesor, como militante, como hombre o como mujer. Es decir, cuando el rol dibuja la enunciación y no se percibe el roce entre una singularidad hablante y una lengua que no le pertenece –no sólo a él, es claro– y que, sin embargo, lo acoge.
Quisiera llamar femenino a ese roce con la lengua. Eso, si despejamos un equívoco. Que sea femenino no significa que las mujeres hablemos de ese modo y que los hombres sean los reductos cristalizados de una discursividad premoldeada. De ningún modo. Sería femenino porque podría escurrirse de un cierto formato que tiende a objetivar y, también, evitar afirmar una solidez que conduce, en muchos momentos, al molde. Porque se permitiría una vivencia explícita de la fragilidad, de ese roce del cual no sabemos si podemos salir indemnes, porque no sabemos que haremos con la lengua. Peor, no sabemos qué hará ella con nosotros.
3. ¿Se puede actuar públicamente sin asumir un tono que declame consistencia, que esquive la explicitación de esa roedura que lo habita? ¿Nosotras podemos habitar el espacio público sin asumir ese otro modo del discurso masculino que habita en los tonos predominantes como solidez, convicción, autoafirmación?
Imagino que la diferencia no es menoscabo y que en esa diferencia sería posible buscar un tono necesariamente nuevo para la vida política contemporánea. Un tono, quiero decir, menos de sólida confrontación que de capacidad de alojar el discurso del otro. Esquizofrénico, quizás. O más bien moroso en la contradicción o en la ambigüedad. Que trasunte menos la voluntad de ganar discusiones que de comprender lo que sucede.
Que acepte que, en ciertos momentos, la lengua es sutileza de blanduras –Gilberto Freyre pensaba que el portugués de Brasil debía su diferencia al de Portugal a la maceración que las esclavas habían producido sobre las palabras, para que fueran más blandas al paladar de los niños–. Que sepa que la dureza no siempre es virtuosa –el vocero del EZLN narraba que en los comienzos de la inserción entre las comunidades indígenas supo escuchar un reclamo: “tu palabra es muy dura, no la entendemos”.
¿En qué espacio es posible crear esa lengua de la cual sólo podemos decir que hay balbuceos o ecos de ese tono o sensación de su ausencia? El espacio en el que pueda desplegarse, más allá de la literatura y de la poesía, será profundamente político. Prometedoramente político.
4. La escena donde el discurso político parece transcurrir en muchos momentos es la de los medios de comunicación. Allí somos tratados como “figuras públicas” o “autores” o sujetos de tal o cual rol profesional o pertenecientes a algunas de las partes en que se organiza la vida política. Es decir, esperados con el molde preexistente. El más claro, oficialistas u opositores, bloque A o bloque B, 6,7,8 o TN y así siguiendo. Si la vida social transcurre en particiones nítidas, su puesta en escena reclama aun mayor nitidez y que cada uno actúe el personaje para el que está destinado.
Todo eso está en discusión, también alrededor de la ley de servicios audiovisuales. Como la que condena el abuso a menores, es una ley. Y es necesario que hablemos en esa lengua, porque la ley nos es necesaria. Pero intuyo que una rebelión hace falta. O, al menos, una incomodidad contra la comodidad de las lenguas ritualizadas o un astillamiento de esos discursos que adormecen a la espera de que los vistamos o una risa capaz de arrasar la tentación de los tonos solemnes y de nuestras presunciones profesorales.
Sin esas insurgencias habrá ley pero habrá VideoMatch. Reclamaremos a los fiscales que encarcelen abusadores, pero no podremos afirmar una lengua no tomada por los estereotipos del machismo popular. Sin esas insurgencias la lengua política que intuimos merecer no podrá ser creada y pronunciada.
* Socióloga, ensayista.
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