› Por Marta Dillon
“Durante el Juicio a las Juntas no preguntamos específicamente sobre violencia sexual. Me acuerdo del caso de una mujer que después de testimoniar quiso agregar expresamente que al momento de su liberación, el represor que estaba a cargo de ella le dijo que antes iban a tener relaciones sexuales, que ella elegía si era en el mismo auto en que la trasladaba o en un hotel. Ella eligió el hotel, sin embargo fue una violación.” La historia la contó Luis Moreno Ocampo, fiscal de la Corte Penal Internacional, durante la apertura del seminario de que da cuenta la nota en esta página. Lo contó a sabiendas de que cualquiera podría entender por qué entonces no se había indagado sobre delitos sexuales y cuál es la dificultad de registrar cuando un delito de esta naturaleza se produce. En 1985 sólo algunas feministas podrían haber reparado en la estrategia de supervivencia que aquella mujer puso en marcha al elegir el lugar en el que iba a ser violada, después de un cautiverio anónimo, por el mismo que tenía las llaves de su libertad o de su muerte. Ella eligió un sitio donde al menos no sería tan fácil matarla y quedar impune. Ella sobrevivió para contarlo y tal vez recién ahora, 25 años después, haya una brecha para que tampoco esa violación quede impune.
Luisa Galli, quien fuera detenida junto a su compañero a mitad de los años 70, cuenta en un documento que elaboraron María Sonderéguer (UNQ) y Violeta Correa (UNLa) –y que se presentó en el mismo seminario– que durante un traslado en el que ambos viajaron juntos le dijo a él: "Hacen lo que quieren, pero estoy entera". Ella quería tranquilizar a su compañero, dice también, conjurar la pesadilla de él poniéndole palabras. "Hacen lo que quieren" era sinónimo de violación. De alguna manera Luisa sabía en qué pensaba su marido. Y es que la violación no es sólo una apropiación del cuerpo, un ataque que deja marcas que atraviesan el tiempo y que se imprimen más allá de la piel. También es un mensaje, un mensaje con destinatario masculino.
Cuando cinco ex detenidas desaparecidas en la Esma contaron en un libro, Ese infierno, su vida cotidiana en cautiverio, la relación con los captores, cómo se veían obligadas a funcionar como partenaires sexuales o sociales de los mismos que les ponían los grilletes para irse a dormir y se los quitaban para que pudieran maquillarse, el recelo fue solapado, ya nadie se hubiera animado a calificar en voz alta la jerarquía de las víctimas –porque sí, siempre hubo jerarquías entre las víctimas, ninguna vida vale lo mismo que la otra– pero hubo preguntas murmuradas sobre el para qué de esos relatos. Relatos de una violencia de género que ahora el mismo Moreno Ocampo califica como "casos clarísimos" de violencia sexual.
Es cierto que los delitos de violencia sexual fueron considerados como de lesa humanidad recién en 1998 a partir del conflicto armado de la ex yugoeslavia y del genocidio en Ruanda. Pero desde entonces, en ese marco, ya no se puede poner en discusión el consentimiento de la víctima cuando su voluntad completa ha sido expropiada mientras está en cautiverio, ha sido torturada o está detenida. Este es un cambio fundamental. Pero si el tiempo de escuchar y actuar en consecuencia ha llegado, si este que hasta ahora parece el último silencio empieza a quebarse es gracias a la persistencia de las víctimas que siguen testimoniando y a su ciega confianza en que la impunidad se ha resquebrajado. Aun a pesar de la desaparición de Julio López y de la muerte dudosa de Silvia Suppo hace, esta semana, un año. Dos testigos que ya no están y cuya falta merece Justicia, pero que lejos de forzar un paso atrás ha confirmado la voluntad de los y las sobrevivientes.
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