Viernes, 28 de octubre de 2011 | Hoy
Por Leticia Kabusacki *
Sobran en la historia mujeres que actuando fuera de su ámbito privado han sido resistidas fundamentalmente por su condición de género. Acusadas de brujería y castigadas duramente al ocuparse de los nacimientos, culpadas por todas las plagas, luego diagnosticadas como locas y encerradas o más tarde invisibilizadas en su lugar “natural” como madres o esposas, amantes, tejedoras, musas en las sombras, siempre ha tomado un esfuerzo extra la condición de mujer como sujeto de acción y decisión.
Lo personal es político, se acordó en el siglo XX, y así se cerró la discusión (al menos en la letra del derecho): las mujeres somos sujetos plenos de derecho. Sin embargo, en la forma de percibirnos, todavía estamos invisibilizadas, un poco en las sombras o dibujadas en obras de arte.
Cristina, al ocupar el espacio público como líder político, no quedó fuera de estas trampas de discriminación consciente por su condición de mujer. Activó en la sociedad argentina todos los prejuicios, imaginarios, los pesos no reconocidos de misoginia y paternalismo que, de la mano de los visibles e invisibles operadores opositores al proyecto político que conducía, vociferaban crueldades, todas asociadas a su condición de mujer. “Yegua” me parece el más desagradable, pero otros en apariencia más sofisticados me llamaron la atención por su afinada intención de menoscabar su capacidad, las acciones y decisiones de la Presidenta del país que seriamente estaban impactando en millones de ciudadanos. Mujeres inteligentes, trabajadoras incansables, madres, no madres, feministas muchas, coquetas y bien vestidas, cuidadoras de su imagen personal (tanto o más que la propia Cristina), no perdían de vista ni omitían señalar en cuanta oportunidad tuvieron el largo de las uñas de Cristina, ni el espesor de su máscara de pestañas, ni el ancho de sus cinturones, ni los modelos nunca repetidos de sus trajecitos, o los sombreros, o las carteras, o los anteojos. Cristina visitaba el Vaticano, y lo notable era el sombrero que le tapaba la cara (algo que escondía su ambición desmedida). Cristina anunciaba la Asignación Universal por Hijo, y lo notable era el flequillo cortado por Alberto Sanders (algo que intentaba cubrir su única intención: la de ser una nueva Evita, lo que sea que esto significara...).
Muchas cosas podían esperarse, en todo caso, de una mujer presidenta, como ofrenda a sus hermanas de lucha, pero esto quedaba a menudo debajo de la crueldad de los comentarios más intrascendentes sobre su forma de presentarse en sociedad. ¿Quería decir entonces que las que usamos anteojos somos inteligentes y capaces de cosas profundas pero las que se maquillan o gustan de sombreros y uñas esculpidas, tienen maridos que no dudan en hacerles propaganda porque seguramente creen en sus valores, y se enojan con lo que creen injusto, son unas “yeguas”, brujas consagradas que solo quieren poder y más poder pero al mismo tiempo son marionetas de sus maridos, incluso mujeres golpeadas y/o abusadas que no toman decisiones por sí mismas?
Muchas cosas han pasado en el país y en la vida de Cristina que han hecho cambiar esta forma de referirse a ella. Ella lo marcó perfectamente en su breve discurso tres días después de la muerte de su marido. “Dicen que éste es mi momento más difícil –dijo–. Pero no es así, es mi momento más doloroso.” Trascendió con este modo de describir su estado, su propia presentación, nos ubicó, nos recordó que hay que darse cuenta de cuando uno mira el bosque o el árbol. Y en este gesto tan contundente, inteligente, sensible, verdadero, cambió todo. Mezcló todo. Lo privado y lo público. Lo importante y lo banal. Y después nos advirtió: “Yo sola no puedo”. Todas sabemos esto. Las mujeres solemos cumplir muchos roles, omnipresentes: trabajamos jornada completa, estudiamos mientras trabajamos jornada completa, tenemos hijos, cuidamos a nuestros hijos mientras trabajamos y estudiamos jornada completa, tenemos compañeras de trabajo y amigas, hermanas, cuidamos sus hijos cuando ellas trabajan, tenemos fans, pintamos cuadros, somos cuadros, vamos a gimnasia, nos cuidamos las manos, el pelo, el peso, y mientras todo eso ocurre nos podemos convertir en líderes capaces de ocupar de manera memorable el sillón presidencial. Me aventuro a decir que Cristina trajo un cambio en la forma de percibir a las mujeres en posiciones de poder y autoridad. Trascendió el cerco que separa lo invisible de lo real y allí quedó. Enseñó a que se la mire y se la vea. Algo por lo que las mujeres no cesamos de trabajar.
Yo voté a Cristina por primera vez sabiendo poco o nada de ella. La segunda no dudé, había aprendido un montón. En la primera oportunidad, voté a la candidata de su marido. En la segunda, voté a una líder con carisma, capacidad de trabajo, compromiso, curiosidad por diversos temas, y fundamentalmente una idea de futuro que va bastante bien con la mía. Me emocioné cuando asumió en la primera, con el envión de emocionarme con cada mandato presidencial que se inaugura en el país desde el ‘83, pero especialmente porque se trataba de una mujer y a las mujeres todavía nos cuesta mucho llegar a posiciones tan altas de poder. El camino es más largo y sinuoso que el de los hombres, aun con ley de cupo en plena vigencia. Así que en esta segunda, sentí más orgullo y tranquilidad que emoción. Se puede. De ahora en más, no hay duda. Se puede.
* Abogada especialista en temas de género y de familia, miembro de ELA-Equipo Latinoamericano de Justicia y Género.
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