› Por Diana Maffía*
El feminismo, desde sus comienzos pero agudamente desde la segunda ola en la década del ’70 ha dirigido sus dardos contra las trampas del amor romántico. Curiosamente la festividad de San Valentín, que parece la puesta en escena más exagerada de la pertenencia física y espiritual mutua de las parejas, alude a un santo muerto un 14 de febrero (del año 270 d.C.), pero su celebración dejó de contar con el beneplácito de la Iglesia, borrándose del calendario eclesiástico en 1969. Lo que subsiste como celebración, sin las connotaciones religiosas del amor cristiano, es una exaltación en la pareja del pacto de exclusividad y preferencia (materializado a través del regalo) y las ilusiones y expectativas vinculadas con su significado.
Fuera de quién era en realidad San Valentín, la festividad recurre a todos los estereotipos para exaltar el ideal de amor pensado como exclusividad, dependencia apasionada, interés individual mutuo y fidelidad que presenta como horizonte la conyugalidad y la familia, la procreación dentro de estructuras controladas por el Estado, y un privilegio de la relación amorosa por sobre otros lazos interpersonales y sociales. Las alternativas van, desde el esfuerzo por relaciones sentimentales más igualitarias, a la renuncia a instituciones consideradas formas de sojuzgamiento (matrimonio y maternidad) e incluso la propuesta de vínculos no exclusivos ni estables sino sólo supeditados al privilegio de relaciones de amor y solidaridad más amplias, particularmente de clase.
En los ’70, un amigo nos pedía hospitalidad y silencio para cobijar sus relaciones con una compañera de agrupación política, dado que allí estaban prohibidas, porque según sus líderes “restaban energías para la revolución”. Oponían así a Eros, como amor pasional, con Agape, como amor altruista. Lejos, muy lejos de aquel grafitti del Mayo francés que poco antes en una pared de La Sorbona rezaba: “Cuanto más hago el amor, más ganas tengo de hacer la revolución; cuanto más hago la revolución, más ganas tengo de hacer el amor”. El feminismo no fue ajeno a esta polémica, ya que entre las muchas complejidades de sus vínculos con la izquierda emancipatoria, estaba la dificultad de que sus consignas liberadoras llegaran a la vida cotidiana y las relaciones de pareja, en las que persistían los rasgos de dominio.
Se ha sostenido incluso que uno de los factores encubridores de la violencia de género es el modelo de amor –y en particular el amor romántico– por los mitos asociados con él, ya que se entrena a las mujeres (pero no a los varones) para que su principal fuente de gratificación sean las emociones provenientes de la intimidad, haciéndolas débiles y dependientes. Si antiguamente el amor, el matrimonio y el placer sexual eran vistos como tres entidades independientes que eran satisfechas en relaciones diferentes, la modernidad vincula el amor romántico (como una elección individual y libre) con el matrimonio y la sexualidad, en la exclusividad de la pareja conyugal. Y así calza como anillo al dedo con el ideal burgués de familia.
La expectativa entonces es la fusión total y la completa satisfacción de necesidades de uno en otro. Pero este ideal afecta de modo diferencial a las mujeres, ya que los varones son socializados para poner su mira en otros objetivos vitales, pero las mujeres cifran su objetivo esencial en la intimidad. La expectativa de exclusividad, de fidelidad, la creencia de que los celos son una forma de amor pasional llevan a justificar conductas agresivas, ofensivas y violentas de los varones que hacen de las mujeres su propiedad. Y por añadidura inspiran en las mujeres un ideal de sacrificio y abnegación, y transforman la ruptura amorosa en un fracaso personal.
La persistencia en el ideal de amor romántico lleva a muchas mujeres a pensar que el amor todo lo puede o todo lo salva, que los celos y comportamientos violentos son una prueba del interés de sus parejas por ellas, que el control y la posesión son una forma pasional amorosa, de modo que no hay una valoración negativa de esos comportamientos abusivos, e inclusive se distorsiona la percepción de riesgo.
Así las cosas, es bueno mirar con desconfianza este mercado que pone en la vidriera del Día de San Valentín, bajo el aspecto de corazones y rosas rojas, el señuelo para hacer de nosotras los agentes dóciles de su propia preservación, y de la preservación de los dispositivos patriarcales de dominio. Y mientras tanto pensar las formas del amor que alimentan nuestras energías utópicas, las que nos dan placer, comprensión y cuidado sin hacer de nosotras sus esclavas, el eros que nos vitaliza y nos hace creativas. Ese amor que vale la pena todos los días.
* Doctora en Filosofía (UBA), docente e investigadora. Directora del Observatorio de Género del Consejo de la Magistratura de la Ciudad de Buenos Aires.
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