¿De qué mujer hablamos? ¿Una obrera, una mucama, una periodista, una abogada, la esposa ociosa de un cirujano plástico, una presidenta? ¿Una saudí, una libia, una jujeña, una villera, una residente en Palermo Soho? Lo que experimentan esas mujeres es tan diferente que meterlas en una misma categoría vacía la discusión de entidad social. Si afirmo que la experiencia de la esposa del cirujano plástico y la de su mucama son socialmente equivalentes, oculto las relaciones de explotación de una por la otra. Eso no lo acepto. ¿Zapatos? ¿Los de quién? Los de Anna Politkovskaya me parecen incomodísimos; los de Susana Trimarco, Luciana Aymar, María Moreno o Agustina Iglesias Skulj también. En cambio, los zapatos de Victoria Xipolitakis parecen bastante cómodos.
¿Privilegios? Como escritor porteño de clase acomodada y de una generación que lava platos, lee a Josefina Ludmer, vota a una presidenta y es minoría sexual en la universidad, no tengo privilegios masculinos que resignar; tengo privilegios de clase que resignar. No sólo nunca ignoré un no de una mujer; suele costarme aceptar un sí. No me creo con derecho a forzar a una mujer a tener un hijo; tampoco estaría con una mujer que cree que nuestro hijo es sólo una extensión de su cuerpo. Me importa la lucha contra el sometimiento que sí padecen mujeres en la clase trabajadora y en varios países del mundo. Luchar contra la ablación de clítoris en Eritrea es importante; ponerle like a un post contra el piropo en las calles porteñas, un poco menos. La discusión sobre géneros en Buenos Aires está trabada por un discurso narcisista, de privilegiados y privilegiadas.
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