FúTBOL
› Por Ariel Prat
Detrás de cada pique corto y el recorte, donde cualquier defensor –sin recurrir al intento de bajarlo aun con el riesgo de un falso paso de baile con las piernas revueltas– tuvo que sufrir al wing, cuando esta raza resistía a los esquemas de los profetas de drugstore (no confundir con los de barra de bar ni por asomo) y videos; dando paso a la poesía en la metáfora del terco que no se rinde nunca y llegar a consumar la jugada impecable como dice la canción:
“Y la red se estremece/ y el fulbo se ha quedado/ como un tigre atrapado/ en una jaula verde/ y otro pique lo pierde/ lo sube al alambrado/ donde queda abrazado/ feliz junto a su gente”.
Detrás de toda esta pintura, levantando el cuadro, está el personaje emblemático del wing (siempre o casi, que más da).
No hay caso con ellos. ¿Sería por aquello de estar pegados a la raya siempre? Pedrito González, uno de esos wines derechos increíbles de los ’70, tenía ganado por la jeta ya el mote de “El Borracho”, y todos los que lo conocen juran que es como aquel “Serafín” de la milonga pero a diario... El revés de la prueba del estigma...
Desde los tiempos de Corbatta, pasando por Bernao, entre “Pinino” y el “Hueso”, en la Argentina los hinchas hemos vibrado por ellos cayendo escalón tras escalón, como si la apilada y el grito final nos hubieran envuelto en la propia red y en ese único, maravilloso (no habrá platea que limite jamás) abrazo de cancha...
La leyenda se forja en el estigma. Hoy, lejos de posiciones impensadas y remanidas en el campo, ¿quién dudaría en señalar que el genial e impredecible “Burrito” es un wing, eh? Llamen al fantasma de Best que dicen anda rondando por Londres o al oráculo de la botellita pinchada, ¡tengan huevos!.
Es probable, muchachos, que estemos ante la posible despedida del último wing, quien no puede con la penúltima, con la que a tantos nos revuelve en la resaca haciendo de la noche un camino sin sueño que jamás acaba con la sed.
Me gustaría intentar un codo a codo y convencerlo de chamuyo fino, fuera del verde césped, que se entienda claro; jamás le intentaría poner ese freno en una cancha, porque lo que más quiero es verlo jugar, porque es único, porque es de la raza, porque tiene locura, porque le espera un sitio en el trapo de los más grandes y porque volví a la Argentina ¡con tantas ganas de aplaudirlo!, de quedarme ronco a prueba de conciertos, de abrazarme borracho de su caldo jujeño denominación de origen con Juan, con Pancho, con el Tano o con Anselmo, con mis hermanos o con ese negro en cueros que no conozco.
(“Sobre la hora ay sobre la hora/ cuando los flojos lloran/ y está cerquita el fin/ quiero ver/ sobre la cancha/ a aquellos que se bancan/ ¡tener alma de wing!”)
Sigue la canción como un rezo ante el brujo que amenaza con llevarse el secreto compartido a otra tribu, dejándonos sin la pócima.
Pero, tocayo querido, Ortega, Orteguita, el único consuelo nuestro que te justifica es que ya como toda metáfora encarnada en vos y sin sanata dominguera de por medio; si te das por rendido en la hierba, si mancás en los últimos cien de la recta; no te pierdas aflojando en el pique más allá del verde césped, fuera de esa raya y cerca de otras luces de osamentas urbanas. Que tus nietos algún día puedan disfrutar de tu leyenda pateando juntos y de la mano, el asombro cualquier domingo en un Monumental que como vos, no puede derribarse nunca.
(En bastardilla, fragmentos de la canción “Sobre la hora” de Beto Asurey, inspirada en el Loco Houseman, que dio título a mi tercer disco editado en el 2000.)
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