CONTRATAPA
› Por Osvaldo Arsenio *
De su apostura y marcialidad de otros tiempos, el viejo apenas conservaba el pelo frondoso y blanco, y los dientes cuadrados, grandes, marfileños. En las desprovistas paredes de su cuarto de enfermo apenas si sobrevivía un crucifijo sobre la cabecera de la cama y una gran foto con su amplia sonrisa, vestido de blanco en aquella gala con los reyes de España.
Pero en la mesita de luz al alcance de su mano estaba aquella otra foto amarillenta donde, erguido y orgulloso, con la pelota bajo la suela, posaba vestido de futbolista. En sus últimos días, el Gringo a veces parecía delirar y mezclaba todo, pasado, presente y hasta el poco futuro que le quedaba.
La familia, entre distante y resignada, soportaba las peroratas monótonas del viejo. Yo en cambio lo había aprendido a querer desde que me ofreció mi primer trabajo en la Municipalidad por los ’70, allá lejos en el tiempo, y lo toleraba sin problemas; ya conocía de qué cosas le gustaba hablar, principalmente de él, de fútbol y de su pasada gestión, en ese orden y mezclado.
Había sido, me enteré, un jugador rústico y metedor, un centrojás que no conocía la delicadeza, ni con la pelota ni con los rivales. Sus anécdotas preferidas de aquel pasado remoto en canchas orientales eran sus famosos cruces donde levantaba pelota, pasto y personas.
Y sí, en sus pocos minutos libres en la oficina de Avenida de Mayo me decía más de una vez: “No era fácil pasarme, era un perro de presa, estaba bien entrenado”, y entrecerrando los ojos se transportaba... “Me levantaba bien temprano, antes de las seis y salía a correr una hora por Pocitos, fuera invierno o verano; después iba a la práctica con los muchachos y a la tarde al gimnasio. Muchos me decían que estaba loco con tanto entrenamiento y que me haría mal al ‘cuore’, o que necesitaba correr porque con la pelota era un tronco, pero la verdad que a mí no me pasaban así nomás. A mí me tenían miedo y por ahí, cerquita del medio, nadie la pisaba, ni canchereaba.”
Después de contarme alguna historia, el Gringo me despachaba de apuro para cualquier lugar de la ciudad, aunque me daba la impresión de que mi tarea principal era prestarle el oído más que opinar de arquitectura urbana.
Conocí una vez una persona que lo recordaba como jugador, un viejo portero uruguayo, lenguaraz y exagerado que por toda seña me refirió: “Era un mozo fuerte que llegó misteriosamente en el ’51 y se fue creo en mayo o junio del ’55 justo antes de un partido con Rampla; en la tribuna decían que era piloto de avión, un centrojás sin muchas luces que le pegaba fuerte y pa’rriba, era duro, sí señor, hasta me parecía que no le gustaban los mulatos que en Montevideo, imagínese, son legión, lo vi más de una vez surtir a los morochos que pasaban cerca, como para que tuviesen. Pero Danubio en aquellos años era una murga, aunque el argentino les ponía pimienta a los partidos”.
El Gringo sólo había hecho dos goles en cuatro años, los dos de cabeza. Su fuerte nunca fue crear o construir sino destruir. Su jugada más recordada por él mismo fue cuando lo levantó en el aire al Pardo Morelo y lo sacó de la cancha en aquel partido contra Cerro. “No te imaginás, pibe, al Pardo se la tiró larga el Botija Juárez y yo me venía cruzando a toda máquina desde la derecha, lo agarré flojito, saltando, y lo mandé por arriba del banco de suplentes hasta que lo paró el alambrado. Ese día empatamos 0-0 y la gente me despidió gritando: ‘Argentino, Argentino’. Te juro que no me olvido más.”
El Gringo en el laburo era duro, pero no tan jodido, al menos conmigo, como decían años después todos esos que no lo conocieron ni un poquito y lo juzgaban por sus errores juveniles. Para él las cosas se tenían que hacer como en el fútbol y, como cuando era el patrón de Danubio, no andaba con medias tintas. Su idea de la gestión no era la sutileza.
De lo que hablaba poco era de cómo llegó al Uruguay para jugar; esa parte de la historia no le gustaba, apenas si me dijo que había tenido un problema político y que tuvo que escaparse de Buenos Aires.
Ahora, justo al final de su camino, me enteré más de esa época nebulosa que durante toda mi relación. El viejo, todavía lúcido en sus recuerdos, pero mezclando décadas como en un torbellino, me llamó y hablaba de su juventud, de su enfrentamiento con el que llamaba el tirano, sin nombrarlo nunca, del avión que tripulaba, de la revuelta y de las bombas que caían. De personas destrozadas tiradas en la Plaza, de casas que se despedazaban con sus habitantes y también de las autopistas que años después se abrían mágicamente como hiedras de cemento en la gran ciudad. Y además habló de personas desplazadas que no lo entendieron nunca. Pero todo eso ya no le importaba más.
El centrojás sólo era feliz cuando recordaba su romance con el fútbol, allá en la otra orilla de su exilio cómodo. Luego el retorno, el adiós para siempre a la pelota, las responsabilidades, la gloria y el desprecio final.
“No hay duda de que allá fui feliz”, me dijo aquella tarde cerca del final, mientras evocaba por enésima vez al Pardo Morelo volando hacia el alambrado y a los hinchas aplaudiendo.
“¡Cómo cambia todo! ¡Cómo cambia la gente!”, exclamó el Brigadier mientras me despedía del cuarto con un gesto.
* Director nacional técnico deportivo de la Secretaría de Deportes de la Nación. El cuento pertenece a su último libro, Piernas rápidas (El Catalejo).
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